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El gran proyecto de Europa se enfrenta a su mayor reto en el referéndum griego sobre el rescate.

El gran proyecto que algunos esperaban que finalmente creara un superestado europeo afronta el mayor reto en sus 65 años de historia este domingo, cuando los griegos votarán en un referéndum que podría decidir si se van de la eurozona y cambian el destino del continente.

La Unión Europea, cuya versión anterior alió a las naciones de la zona tras la Segunda Guerra Mundial y posteriormente ayudó a cimentar la salida a occidente de los países del bloque de la antigua Unión Soviética, no se configuró para que pudiera romperse. Pero se ha tambaleado en el camino hacia lo que sus partidarios consideran su futuro: una comunión aún más cercana de naciones.

Lo que principalmente ha causado esta situación es el instrumento de su gloria suprema: el euro. La disciplina requerida para enlazar la moneda nacional de un país con la de Alemania, y su incesante máquina de exportar, se ha cobrado un precio en los sistemas políticos y en los dirigentes de toda la eurozona, sobre todo, en el sur. Ha sometido a prueba a la democracia griega hasta llevarla a un punto de ruptura.

«La UE se encuentra en una profunda crisis»—comentó Kris Peeters, vicepresidente de Bélgica, en una conferencia el jueves. «Por primera vez en la historia, estamos en peligro de convertirnos en una unión menos unida».

El riesgo de una salida de Grecia pareció aumentar el jueves según se va acercando el día de la crucial votación. El Fondo Monetario Internacional, a cuyos pagos de la deuda no pudo hacer frente Atenas a principios de la semana, ha advertido que el conflicto ampliado con sus acreedores ha dejado a Grecia en una situación financiera aún peor que antes, y que necesita un rescate todavía mayor si quiere seguir en la eurozona.

Entre tanto, el primer ministro griego, Alexis Tsipras, apareció en televisión para insistir en que votar contra el rescate y sus condiciones llevaría inmediatamente a lograr un mejor acuerdo para el país, justo lo contrario de lo que sus homólogos en los países acreedores vienen repitiendo continuamente.

Lo cierto es que la idea europea también se ha desgastado en otra parte. Los británicos han atacado el concepto de «unión más unida» consagrada en los tratados de la UE y han buscado una nueva negociación para devolver el poder a Londres. Algunos políticos nacionalistas, como el primer ministro húngaro, Viktor Orban, han supuesto un desafío a los valores en torno a los cuales se construyó el bloque.

La inmigración a gran escala (de personas dentro del bloque y el número creciente de refugiados desesperados de las caóticas regiones fronterizas) está cuestionando si el principio fundamental de libertad de movimiento es sostenible, y está sometiendo a mucha presión a algunos sistemas nacionales de bienestar.

Los estados miembros, Alemania y Francia incluidos, están experimentado una «fatiga derivada de la ampliación» y se resisten a la entrada de nuevos miembros.

La UE ha sido también víctima de una reacción violenta generalizada contra la globalización, pues mucha gente corriente ha visto cómo sus intereses han quedado sumergidos en los de una superélite globalizada, de la cual se consideran buenos ejemplos a los bien pagados burócratas de Bruselas.

La subida a largo plazo del desempleo, que en Europa occidental en los 60 promedió un valor inferior al 2% y que contrasta con tasas superiores al 20% hoy en Grecia y España, representa una manifestación de un malestar económico del que muchos votantes culpan a la UE.

Wolfgang Schüssel, antiguo canciller federal de Austria, ha comentado que la UE es muchas veces el chivo expiatorio de problemas más generales.

«¿Tendríamos mejores resultados sin la integración europea? ¿Habría más empleo, más inversión?»—dijo en una entrevista el jueves.

El euro es, a la vez, el proyecto más ambicioso del bloque y el instrumento que más podría suponer un serio desafío para la unidad europea.

La moneda común fue la continuación lógica de la fase siguiente de la integración económica. Su atracción por Alemania, en particular, supuso evitar situaciones como las que sucedían en Italia, donde se perjudicaba a competidores más eficientes por medio de continuas devaluaciones. Pero tenía una génesis política, y muchos de sus arquitectos estaban al tanto de sus debilidades económicas.

Las dificultades se debatieron extensamente.

«Las políticas presupuestarias nacionales descoordinadas y divergentes socavarían la estabilidad monetaria»

—argumentaba un informe de 1989 de una comisión encabezada por Jacques Delors, por entonces poderoso presidente de la Comisión Europea, que ayudó a pavimentar el camino del euro.

El euro se creó, a pesar de esta y de otras reservas, en parte sobre el supuesto de que la generación de datos sobre el terreno forzaría a los políticos a fortalecer su arquitectura y presionar hacia una mayor integración política para reflejar la unión de las monedas.

Sin embargo, durante sus inicios, los políticos debilitaron más que fortalecieron las bases del euro, lo cual dio a Alemania y Francia carta libre cuando se saltaron la reglamentación presupuestaria en la eurozona.

Ha sido necesaria una crisis, que empezó en Grecia, para admitir que algo más debía hacerse para garantizar la supervivencia de la unión.

Eso ahora constituye una gran parte del problema. La economía de la eurozona pide una mayor integración política y económica, pero los políticos están encaminándose hacia otra dirección. Las poblaciones de las economías acreedoras, mayoritariamente en el norte, se resisten a la transferencia de recursos para ayudar a sus socios de la eurozona. Y las poblaciones de las economías deudoras claman contra las duras condiciones impuestas para poder recibir esas ayudas.

Se trata del enfoque alemán para la resolución de la crisis, y se ha convertido en el enfoque europeo, pues Alemania es la mayor economía y quien más financia los rescates. Sus críticos argumentan que este enfoque ha incrementado enormemente los costes de la crisis, y dicen que poner el énfasis en la austeridad ha causado graves daños económicos y mucho sufrimiento humano.

Berlín y sus aliados consideran este sufrimiento como una consecuencia necesaria para arreglar los problemas que provocaron las crisis.

Lo que es seguro es que el ajuste ha alentado al apoyo de partidos políticos de carácter radical, como el movimiento de extrema izquierda Syriza, que ahora ostenta el poder en Grecia.

Alemania ha insistido en vincular su ayuda con recortes presupuestarios y otros ajustes económicos, lo cual refleja un factor que ha erosionado las relaciones con la eurozona: los gobiernos no se fían unos de otros.

«La confianza es sobre lo que se construyó la UE»—comenta el señor Peeters— Es esa falta de confianza lo que divide a la UE estos días».

Otros gobiernos no se fían de Grecia y, en particular, de sus políticos. La confianza se socavó drásticamente a partir del arranque de la crisis en 2010, cuando Atenas admitió haber mentido sobre sus estadísticas económicas. La administración del señor Tsipras parece haber aniquilado el último vestigio de confianza.

Grecia siempre se ha tratado como un caso especial. Fue admitida en la UE en 1981, cinco años antes que España y Portugal, en parte debido a justificaciones románticas por haber sido la «cuna de la democracia». A Grecia se le urgió a entrar en el euro en 2001.

Nadie discute ahora que fue correcto para Grecia unirse al euro. Pero una vez en una unión de monedas, y habiendo convertido el acuario de monedas que nadan por separado en uno solo de una única unidad de cuenta, dar un paso atrás supone un salto hacia lo desconocido que seguramente perjudicará más el bienestar de los griegos, al menos a corto plazo.

Pero la naturaleza de la eurozona también cambiaría fundamentalmente. Ya no sería más una unión irreversible de monedas, se convertiría, en palabras del anterior presidente del Consejo Europeo, Herman Van Rompuy, en una cafetería adonde la gente acudiría o se iría según su voluntad.

De ahora en adelante, cada vez que se produzca una crisis financiera, surgirán dudas sobre si los políticos estarán dispuestos a pagar un alto precio político por permanecer en el euro.

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