El columnista y escritor Pankaj Mishra habla sobre el amor del primer ministro indio por la tecnología. Pero, ¿es bueno para la India?
Este pasado fin de semana, con la visita del primer ministro de la India, Narendra Modi, a Silicon Valley, la directora de operaciones de Facebook, Sheryl Sandberg, anunció que había actualizado su foto de perfil para «apoyar a Digital India», la campaña de Modi para ayudar a conectar a la vasta población de la India a internet. «Cuantas más gente tenga voz», animaba Sandberg en un post en Facebook, «mejor serán las cosas para todos».
Durante su visita, Modi correspondió a estas muestras de apoyo rindiendo homenaje a las plataformas digitales que han cautivado a millones de indios. «Incluso cuando», comentó, «un niño le pide leche a su madre, ella le dice "Espera, déjame primero enviar este Whatsapp"». Modi también elogió los medios de comunicación social como vehículo para la democracia e instó a los líderes mundiales a seguir su ejemplo para explotarlo.
No hay duda de que un hábil uso de Twitter jugó cierto papel al catapultar a Modi desde el purgatorio político hasta el principal cargo político de la India. El líder indio, que aún no ha celebrado ninguna rueda de prensa desde su elección en mayo de 2014, utiliza ahora el servicio de internet para hablar al margen de los periodistas de los medios dominantes de la India a sus más de 15 millones de seguidores, motivándolos con informes de sus reuniones con directores ejecutivos de primer orden y líderes mundiales.
El enlace que Sandberg establece entre la ciberconectividad, el empoderamiento individual y el bienestar universal es, a pesar de las apariencias, fácil. La tecnología digital nunca ha sido una herramienta neutral, a pesar de las ambiciosas afirmaciones realizadas sobre su potencial democratizador desde las protestas realizadas por el Movimiento Verde en Irán en 2009 apoyadas por Twitter, unas afirmaciones amplificadas tras las demostraciones iniciadas por Facebook en la plaza Tahrir en El Cairo en 2011.
Internet puede utilizarse tanto para reprimir la voz de la gente como para movilizarla contra los déspotas. Puede ayudar tanto a propagandistas con malas intenciones como a difundir noticias que salven vidas. En Turquía, desde donde escribo, los trolls de internet constituyen un auténtico ejército cibernético para el demagógico primer ministro del país, Recep Tayyip Erdogan. El gobernante militar de Egipto, Abdelfatah Al-Sisi, dispone ahora de su propia banda leal de perros de ciberataque. De hecho, el despliegue devastadoramente exitoso de plataformas digitales realizado por el Estado Islámico ya debería haber revelado su oscura ambigüedad.
La propia relación del gobierno de Modi con internet encierra la naturaleza de doble filo de este último. La misma semana que Modi comenzó su periplo por Estados Unidos, su gobierno suspendió internet durante tres días en los estados de Jammu y Cachemira, mientras que los burócratas indios presentaron un proyecto de política que sugiere que los ciudadanos deberían conservar registros no cifrados de todas las comunicaciones electrónicas durante 90 días y presentarlos a los agentes del orden si estos los solicitaran (la propuesta, ampliamente ridiculizada, se retiró apresuradamente). Unos meses antes, el gobierno argumentó enérgicamente, aunque sin éxito, en la Corte Suprema de la India que se conservara una ley draconiana que la policía del país había estado utilizando para arrestar a personas que publicaban sus opiniones en Facebook y Twitter.
El propio Modi se beneficia de una legión autoproclamada de ciberadmiradores, muchos de ellos supremacistas hindúes. Sus abusos obligaron hace poco a uno de los presentadores de televisión más respetados de la India a retirarse de Facebook y Twitter; sin duda, los había enfurecido con su cobertura de la controvertida ejecución de un preso musulmán.
Bastante revelador es que Modi decidiera lanzar la campaña de Digital India invitando a unos 100 de sus más fervientes seguidores en los medios sociales a su residencia oficial. Entre estos reaccionarios seguidores había, según señaló un informe de la revista Caravan, «personas que se han convertido en sinónimo de terror, odio y misoginia en la red». Mientras Modi recomendaba a sus leales que usaran un lenguaje más «positivo» en sus posts, aún está por ver si personas acostumbradas a las bajezas mefíticas de internet pueden estar a la altura del lema más antiguo de Google: «Don’t be evil» (no seas malo).
Hacer que más voces puedan expresarse en internet es, sin duda, beneficioso para empresas como Facebook y Google, metidas en el negocio de la mercantilización de los datos personales. Lo que está menos claro es si estas empresas pueden combinar su deseo natural de expansión y beneficios en grandes mercados sin explotar con su proclamada determinación de combatir la pobreza, la privación de derechos y la enfermedad.
Por un lado, es cierto que el tipo adecuado de tecnología puede ayudar a la India a superar ciertas etapas del desarrollo económico; pero, por otro lado, quienes estamos familiarizados con la situación de las aldeas de la India podríamos llegar a preguntarnos cómo la llegada de los cables de fibra óptica puede ayudar a superar problemas básicos como carreteras inadecuadas, el agua potable, la sanidad y, lo más importante, la falta absoluta de electricidad.
El éxito aquí depende, en gran medida, del cuidado con el que los innovadores de Silicon Valley elijan a sus socios y analicen su retórica, así como del rigor con el que realicen un seguimiento de las amenazas a la libertad individual, la dignidad y la privacidad.
Lo más importante para ellos, sobre todo, es entender las dinámicas sociopolíticas específicas de los países con los que tratan. De lo contrario, las soluciones viables a los problemas locales sucumbirán al «solucionismo» egoísta y propagandista por el que Silicon Valley ha sido criticado, y con razón, y su deseo de hacer las cosas bien, por sincero que pueda ser, terminará estableciendo mejores sinergias con la demagogia.