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Foreign Policy: La salida del Reino Unido ha significado el fin de una era. La salida de Francia significaría el fin de la UE.

Tras el Grexit y el Brexit, la próxima crisis a la que tendrá que hacerle frente la Unión Europea será el Frexit. Y este demostrará ser la peor de todas.

Aunque dramática, la tragedia griega tenía una edición limitada. Aunque sísmica, el divorcio británico no pondrá de cabeza a Bruselas necesariamente.

Sin embargo, por razones históricas e institucionales, una crisis francesa sería catastrófica. Francia, la matrona en el nacimiento de la Unión Europea, ahora corre el riesgo de convertirse en su sepulturera.

Los escombros y las ruinas de la Segunda Guerra Mundial no se habían limpiado por completo cuando Francia sentó las bases de la Unión Europea. Como señaló de forma acertada el ex ministro del Interior, Jean-Pierre Chevènement, la semana pasada, Francia es "la nación fundadora por excelencia, la única capaz de tomar la iniciativa para iniciar la construcción de Europa al comienzo de la década de 1950”.

Detrás del lenguaje monótono de los diversos tratados de la UE existen unos ideales verdaderamente heroicos: con una unión económica, monetaria y política cada vez más estrecha, los países de Europa, encabezados por dos naciones que habían estado repetidamente enfrentándose en los siglos XIX y XX, harían que la guerra y la dificultad se convirtieran en cosas del pasado. Como declaró el francés Jean Monnet, guía espiritual de esta nueva Europa: Adelante, adelante: No hay otro futuro para el pueblo de Europa que no sea en unión”.

De la misma manera, los franceses creen, con razón, que Europa no puede existir sin la gente de su gloriosa nación. Ese corolario le da vida a la concepción tradicional de Francia de una Europa unida y por lo tanto le da vitalidad a los ideales abstractos del continente. Por la misma razón, Francia también se convierte en una fuente de frustración para los europeos.

Al llegar al poder en 1958, Charles de Gaulle insistió en la necesidad de una “Europa europea”. En principio, esto significaba una Europa unida de iguales; en la práctica, de Gaulle se refería a una Europa en la que Francia sería más igual que los demás. Resulta revelador que, cuando firmó el Tratado de Roma en 1958 (acto de concepción de la futura UE), no fue porque creyera en “Europa”, sino porque creía en una Francia independiente y soberana, capaz de realizar “grandes cosas”. De Gaulle aceptó la UE porque aseguraba la magnificencia de Francia.

Sin embargo, algo extraño sucedió en el camino de Francia hacia un futuro de paz y prosperidad. Mientras que lo primero se hizo monótono, lo segundo se hizo más confuso. Después de disfrutar del período de 30 años de crecimiento de la posguerra – conocido como los "trente glorieuses” (los gloriosos treinta) – la economía francesa se tambaleó durante la crisis del petróleo de la década de 1970 y nunca se recuperó por completo.

Mientras que los sucesivos gobiernos franceses continuaron colocando ladrillos para el proyecto europeo, no lograron reactivar la economía nacional – la cual disminuyó de un promedio anual de 4% durante los trente glorieuses a un poco más del 1% que se pronostica ahora para 2017 ­– al igual que no pudieron resolver la situación del creciente número de parados, que actualmente asciende a algo más del 10%.

A medida que se iban sentando las bases de un nuevo orden europeo, el pasado imperial de Francia volvió a ella, cuando cientos de miles de inmigrantes de sus antiguas colonias en el norte de África – Marruecos, Túnez y Argelia, sobre todo ­­– se establecieron en el país. Reclutados para cubrir puestos de trabajo creados durante los trente glorieuses, estos mismos inmigrantes quedaron decepcionados a sus llegada con la desaceleración de la economía francesa y su posterior bajada a finales del siglo XX.

Al comienzo del siglo XXI, el temor difuso de “el gran reemplazo” – acuñado por el ensayista Renaud Camus y que postulaba la inmersión de una Francia blanca y cristiana por parte de los inmigrantes árabes y musulmanes – se había convertido en un artículo de fe entre el número cada vez mayor de franceses dirigiéndose a la extrema derecha del Frente Nacional (FN).

El crecimiento de las instituciones supranacionales, la decadencia de la economía nacional, la aparición de nuevas comunidades de inmigrantes, la desaparición de las viejas industrias y empleos: Todos estos son los afluentes que llegan al pantano salobre llamado Frexit.

Al igual que con el Brexit, el Frexit es fundamentalmente una crisis de identidad nacional. La incapacidad de los gobiernos conservadores y socialistas para reparar las crecientes fisuras sociales y económicas en la sociedad francesa, así como reinventar el modelo republicano para el siglo XIX, ha provocado el aumento del nativismo y el nacionalismo. Un sondeo de 2015 reveló que si el referéndum de 2005 sobre la Constitución Europea se llevará a cabo de nuevo, el 62% de los encuestados votaría en contra de ella, un aumento del 7% del voto original a favor del “no”.

Asimismo, es una crisis que el gobierno francés parece incapaz de hacer frente. Al día siguiente de hacerse el recuento del voto británico, y de que los mercados de valores cayeran en picado, el presidente François Hollande, se presentó ante la nación y una vez más la decepcionó. Explicó que “Europa no podía seguir como antes”, expuso la necesidad de “reforzar la zona euro y la gobernabilidad democrática”, y exhortó a Europa a dar “el salto” necesario para asegurar su futuro. Al final de estas sabidurías repetidas con frecuencia – dichas por un presidente con el semblante de un director de la funeraria – había una historia solemne: “La historia”, recitó Hollande, “está llamando a nuestra puerta”.

Aún no está claro cuándo o si Hollande abrirá esa puerta. No solo están otras 26 naciones apiñadas detrás de la misma puerta peleándose por cómo responder a la llamada, sino que la nación de mayor peso no parece tener mucha prisa en responder en absoluto. Mientras Hollande, en su inimitable estilo, instaba a sus colegas dirigentes – en particular, la canciller alemana Angela Merkel – a apresurarse, Merkel estuvo de acuerdo en que Europa tiene que darse prisa, pero poco a poco.

Tras reunirse con los líderes de los partidos políticos de Alemania, Merkel pidió “calma y determinación” y advirtió contra “soluciones sencillas y rápidas que solo dividirían más a Europa”. En una palabra, mientras que Hollande instó al dúo principal de la UE, Francia y Alemania, a tomar la iniciativa, en su lugar Merkel hizo hincapié en la gemeinsam, o acción en conjunto. (Durante las últimas 48 horas, Merkel y Hollande han hecho grandes esfuerzos para difundir su unidad. Queda por ver si esto es así en 48 días).

Otra de las tribulaciones de Hollande, la acción colectiva de su propio partido parece tan improbable como la de la Unión Europea. Apenas unos días antes de la votación del Brexit, Hollande cedió ante la creciente presión dentro del Partido Socialista de celebrar unas primarias el próximo mes de enero para elegir a su candidato presidencial. Con un índice de aprobación solo ligeramente mejor que la de Nicolae Ceausescu en Rumania en la víspera de su repentina retirada del cargo en 1989 – según una reciente encuesta de Le Monde, solo el 16% de los votantes franceses creen que Hollande es un “buen presidente” - el dirigente socialista tenía pocas opciones en la materia.

El tumulto es mayor en la izquierda del partido. Poco antes de la votación del Brexit, Arnaud Montebourg estuvo negando de manera poco convincente informes diciendo que tenía previsto entrar en las elecciones primarias. Después de haber sido nombrado por Hollande para servir como ministro de Economía, Montebourg se encontró sin empleo en 2014 cuando el gobierno, luchando para cumplir con los requisitos de déficit de la UE, se quedó con gran parte de sus demandas de austeridad.

Montebourg no solo ha criticado estas políticas constatemente desde entonces, sino que sus anteriores sentimientos anti-globalización – que se resumen en su manifiesto de 2011 “Votez pour la démondialisation” (Votad por la desglobalización) –están ahora convirtiéndose en una posición de “des-europeización”.

Montebourg no es la única figura prominente de la izquierda, que es, como se describió recientemente a sí mismo, “euro-épuisé”, o “Euro-agotado”. Jean-Luc Mélenchon, el eterno candidato presidencial del Partido de Izquierda, ha arremetido desde hace tiempo en contra de “la casta de eurócratas y políticas de austeridad” impuestas a los estados miembros de la UE. No es de extrañar que recibiera bien la votación del Brexit como una dosis de realidad para la clase política francesa, así como un presagio prometedor de sus propias perspectivas políticas. “Este es el principio del fin de una era”, exclamó. "O cambiamos la Unión Europea o salimos de ella”.

A pesar de negar con vehemencia este tipo de comparaciones, el razonamiento y la retórica de Mélenchon hacen eco de las de su oponente ideológico, Marine Le Pen. Entre las diferentes formas en que Le Pen ha transformado el partido fundado por su padre, Jean-Marie Le Pen, está el haber vuelto del revés su relación con Europa.

Fervientemente anticomunista, anti-gaullista, y por lo tanto pro-europeísta durante la Guerra Fría, el FN comenzó su larga sacudida hacia su actual hiper nacionalismo con el colapso de la Unión Soviética. El casi fracaso del referéndum sobre el Tratado de Maastricht en 1992, el fracaso total de la Constitución Europea en el referéndum de 2005, y su resurrección dos años más tarde en el ampliamente despreciado Tratado de Lisboa (firmado por el entonces presidente, Nicolas Sarkozy, sin un referéndum) le mostró a Le Pen, padre e hija, las ventajas electorales de extraer la vena cada vez más profunda de la alienación popular de Bruselas.

A raíz de la votación del Brexit, Le Pen apenas podía contener su satisfacción. En una breve rueda de prensa en la sede de la de su partido, se puso de pie delante de un cartel recién acuñado que presentaba un par de manos liberándose de unas esposas hechas de estrellas doradas. Para quienes no supieran interpretar la imagen, también había un pie de foto: “¡Y ahora Francia!”.

En su discurso de apertura, Le Pen felicitó al pueblo británico – junto con el “muy valiente” Boris Johnson y su “amiga y aliada” Janice Atkinson (diputada del Parlamento Europeo anteriormente con el Partido de la Independencia del Reino Unido) – para recordarle a Francia que, sí, "es posible salir de la Unión Europea”.

También se abstuvo de jugar las cartas de la religión, la raza, la inmigración que la llevaron a la fama: los franceses ya conocen la mano que está sosteniendo. Como resultado, mencionó la palabra “inmigración” solo una vez pero repitió más de una docena de veces las palabras “libertad” y “democracia” – los mismos valores nacidos en Europa, argumentó, pero despreciados por la UE y los partidos políticos tradicionales de Francia.

“¿Quién hubiera imaginado, hace tan solo unos meses, lo que desde entonces se ha convertido en una realidad imponente?” Cuando Le Pen planteó la cuestión en su conferencia de prensa, no se trataba de mera retórica. Su convicción de que al Brexit le va a seguir un Frexit, así como su búsqueda del Elíseo, ya no es materia de fantasía.

En 2014, Le Pen ya estaba prometiendo que, si era elegida presidenta, su primera tarea sería programar un referéndum sobre si Francia debía permanecer en la UE. De repente, esta promesa parece un poco menos fantástica, aún más porque ha tenido bastante éxito en hacer el FN un partido como los demás.

En un reciente hallazgo no registrado por parte del prestigioso instituto francés de sondeos, el IFOP, la brecha histórica entre los que dicen que van a votar al FN y los que lo votan de verdad se ha cerrado casi por completo. Esto sugiere, como apunta el director de IFOP, Jérôme Fourquet, que la vergüenza que una vez sintieron los electores del FN es cosa del pasado.

En la última salva de encuestas desde principios de junio, en las que se les preguntó a los franceses por sus preferencias presidenciales, Le Pen es la primera en la línea de meta. En casi todas las encuestas, rompe la barrera del 30%, dejando a sus competidores muy atrás.

Marine Le Pen es más peligrosa que Donald Trump

Por el momento, la naturaleza del proceso electoral de Francia – en el que los dos primeros clasificados se enfrentan en una segunda ronda de votación – sigue siendo un bastión contra una presidencia Le Pen. Las encuestas revelan que el único competidor podría vencerle en la segunda ronda es el desprestigiado y ridiculizado François Hollande.

Las candidaturas de Alain Juppé y Sarkozy, los principales contendientes para la nominación del conservador partido Los Republicanos, suponen otro obstáculo. En una segunda ronda prevista, ambos atraerían suficientes votantes del centro y de la izquierda para derrotar decisivamente a Le Pen.

Por último, el camino de Le Pen al Elíseo también está minado por la compleja actitud de la opinión pública francesa en cuanto a la Unión Europea. En una encuesta de Odoxa llevada a cabo la semana pasada, los franceses indicaron claramente que, si bien no pueden vivir con la UE, tampoco pueden vivir sin ella. El 64% de los encuestados no desean que Francia abandone la UE, pero al mismo tiempo, solo el 31% vio la UE como una “fuente de esperanza”.

Sin embargo, como subrayó Le Pen en su rueda de prensa, muchas cosas pueden ocurrir en los 10 meses que quedan de aquí a las elecciones presidenciales de Francia. El europeísmo y liberalismo económico de Juppé pueden transformarse fácilmente en riesgos políticos. De la misma manera, los votantes no olvidarán que Sarkozy, quien ahora insiste en que se reescriba el Tratado de Lisboa, había embestido contra ese mismo tratado en 2007, cuando era presidente.

Lo que es más importante, si el Reino Unido consigue abandonar la UE sin problemas, una mayoría de votantes franceses puede que venga a ver a una “Francia grade” como fuente de esperanza, al igual que la mayoría de votantes británicos la semana pasada vio esperanza en una pequeña Inglaterra.

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