Si la Unión Europea no lleva a cabo un resurgimiento concreto y efectivo en los próximos meses, comenzará a sufrir un declive irreversible. Tiene poco tiempo para evitarlo. La reacción debe ser rápida y decidida.
El Brexit supuso una conmoción, pero sus repercusiones son aún más graves. La decisión británica – una consecuencia, ante todo, de un problema británico– ha llegado a verse como un rechazo generalizado de Europa, con todos los efectos secundarios injustos y perjudiciales que eso conlleva.
Los europeos continentales reaccionaron con disensión y, después, con excesiva pasividad –como si un método habitual fuera suficiente para abordar un hecho de tal importancia histórica.
El 16 de septiembre se celebrará una cumbre de la Unión Europea en Bratislava. Estamos avanzando hacia ella en la oscuridad y con las luces apagadas, como si nos pudiéramos permitir que la reunión acabase con las formulaciones usuales:
"El Consejo Europeo acoge ...", "Los líderes europeos animan...".
Lo cierto es que una profunda revisión del proceso de integración europea habría sido necesaria, incluso si el Reino Unido no hubiese votado a favor del Brexit. La decisión solo ofrece razones más convincentes para llevarla a cabo.
Estamos haciendo frente a las consecuencias de la peor decisión posible que los británicos podrían haber tomado – para ellos mismos y para el resto de Europa. Sin embargo, debemos admitir que el Brexit podría ayudar a la Unión Europea a reconocer la imposibilidad de continuar actuando como hasta ahora.
Suele decirse que nunca se debería desaprovechar una crisis y eso nunca ha sido más cierto que ahora. Cualquier reacción debe hacer una clara distinción entre divorcio y nuevo comienzo. Para los restantes 27 países de la Unión Europea – y, sobre todo, para los 19 miembros de la zona euro– el centro de atención debe estar en lo último.
El divorcio será complejo, agotador e insatisfactorio desde casi todos los puntos de vista, pero no debe permitir la condición del resurgimiento de la Unión Europea. Debe manejarse con profesionalidad y falta de pasión. En definitiva, debería reducirse a una cuestión legal.
El nuevo comienzo, por el contrario, debe ser infundido con la inversión política y emocional más completa posible. El objetivo de los líderes europeos debe ser garantizar que la Unión Europea esté en mejores condiciones para proteger a sus ciudadanos, económica y socialmente, así como para velar por su seguridad.
El esfuerzo debe comenzar con el propio euro, cuya plena efectividad es el objetivo más importante. Este logro mejorará la prosperidad y el bienestar de toda la zona euro. Esto hará a la unión monetaria más estable y evitará nuevas crisis.
La ruptura que divide a la sociedad europea tiene sus orígenes en la división entre los ganadores y perdedores de la globalización.
Antes de la crisis financiera de 2008, los ganadores fueron la mayoría y esto dio lugar a la idea equivocada de que el resto de la población –los perdedores– eran solo un efecto secundario desafortunado.
Los acontecimientos ocurridos desde entonces han anulado esta sabiduría recibida. El miedo prevaleció y muchos que perdieron la oportunidad de la globalización encontraron maneras de expresar su deseo de los "buenos viejos tiempos".
Encontraron partidos que aumentaron sus miedos y expresaron esos miedos de una manera cada vez más elocuente y decidida que, por ejemplo, en el Reino Unido llevó al Brexit.
La idea de volver a los buenos viejos tiempos es pura ilusión. El mundo ha avanzado. Cuando el Reino Unido se unió a la entonces Comunidad Económica Europea, China suponía un 1 por ciento de la economía mundial; ahora representa una quinta parte del PIB mundial – lo que equivale a toda Europa .
Asimismo, sería un error pasar por alto las rupturas de hoy en día y no hacer frente al aumento de la desigualdad.
Para los líderes de la Unión Europea, no tener en cuenta las lecciones de los últimos acontecimientos sería la peor reacción posible. Europa no puede ser solo para los ganadores de la globalización. Debe proteger a todos sus ciudadanos.
Un resurgimiento de la Unión Europea debe reavivar el entusiasmo popular, en un momento en el que la crisis y la incertidumbre han destruido la gradual pero inevitable percepción de progreso universal.
Esto nos ofrece la oportunidad de volver a los orígenes de la idea europea que, en los últimos años, ha perdido el rumbo y ha acabado en la burocratización.
Este es el momento para que la diplomacia sustituya a la burocracia. Nuestros ciudadanos están recurriendo a sus representantes porque están buscando seguridad, así como pidiendo seguridad y protección.
Nuestro sistema político de la vieja Europa, asolada por la crisis aunque de otras maneras, tiene una oportunidad única e irrepetible para regenerarse. No debemos permitirnos a nosotros mismos desaprovecharla.