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Los corresponsales del Washington Post hablan de cómo ven los brasileños a los extranjeros que han asistido a los Juegos Olímpicos de 2016.

Desde su tienda de alquiler de tablas de paddle surf en el otro extremo de la playa de Ipanema, Paulo Vitor Breves tiene la gran oportunidad de observar a los asistentes de los Juegos Olímpicos que van a la playa, en un inusual hábitat para ellos.

Según él, varios rasgos distintivos identifican a los extanjeros. La mayoría de ellos recogen su basura en vez de dejarla esparcida por la arena. Las mujeres se quitan su voluminosa ropa con embarazo, escondidas detrás de las toallas. Y esa enorme parte inferior del traje de baño del turista siempre termina sorprendiendo.

“Sus bikinis parecen calzoncillos”, comenta Breves.

Las playas de Río se rigen por complejos protocolos. Dónde sentarse, qué comer, cómo interactuar con el hombre semidesnudo de al lado. Cuando los turistas de todo el mundo llegan en masa para pasar las dos semanas de los Juegos Olímpicos, embadurnados con repelente de mosquitos, llevando las mochilas sobre su pecho y zapatillas de deporte en la arena, sin duda infringen varias reglas invisibles e inviolables.

Así que dejemos de fingir que estamos interesados en el tiro con arco y la doma, y demos un paseo por Ipanema. Nosotros, por supuesto, vemos a los brasileños con sus bikinis minúsculos y pantalones cortos ajustados, pero ¿cómo nos ven ellos a nosotros?

“Ellos beben. Mucho”, dice Alexandre Conceição, de 27 años, que estudia a los turistas mientras alquila sillas de playa y sombrillas en un puesto llamado Barraca Mineiro. Está acostumbrado a que los brasileños disfruten de una cerveza helada. Sin embargo, algunos extranjeros “se ponen tan borrachos con las caipiriñas que se queda dormidos y sus amigos tienen que llevarlos a casa”.

Los cariocas, como llaman a los residentes de Río, pueden parecer relajados y sin preocupaciones, y su ciudad un paraíso para los viajeros que buscan vacaciones en la playa. Pero los cariocas tienen sus rituales de vida en la playa. No utilizan toalla de playa, ya que es demasiado pesada y voluminosa, y se queda toda llena de arena. Prefieren un pareo de algodón ligero para múltiples usos, como llevarlo liado al cuerpo o extenderlo en la arena. El proceso de preparación para las mujeres que quieren tomar el sol, con su elaborado ajuste de bikini, parece una representación artística, al igual que el aclarado posterior en las duchas al aire libre.

Los cariocas no usan zapatillas de deporte, calcetines ni pantalones vaqueros para ir a la playa. Se ríen de las gafas, y prefieren no tener joyas o relojes caros en la arena. También respetan el poder del sol sudamericano, poniéndose protector solar de forma regular, y dejan los morenos de albañil para los turistas.

“Podemos ver a los extranjeros desde muy lejos. Realmente lejos”, sostiene Natali Gama, una estudiante de 24 años de edad.

Nacho Doce/Reuters

Esta señala a una mujer rubia sentada al lado de ella, que lleva puesto un bikini muy poco sutil con la bandera brasileña verde y amarilla.

“Obviamente no es brasileña”, añadió Gama.

A menudo pueden encontrarse a los residentes de Río con sus sillas de playa moviéndose como relojes de sol, girando lentamente a lo largo del día para coger los rayos directos.

“Los extranjeros siempre se sientan mirando hacia el mar”, cuenta Adriana Silva, de 47 años, mientras está de espaldas a la orilla.

Ella y su marido, Marcelo Fischel, viven justo al lado de la playa y van casi todos los días, se sientan en el mismo lugar, y los atiende el mismo vendedor de coco. Por lo general, disfrutan con la presencia de turistas, con ciertas salvedades. Al respecto dice:

“Siempre traen cámaras. Sentimos lástima por ellos cuando pierden sus cámaras y teléfonos móviles”.

Los brasileños suelen traer pocas cosas a la playa: agua, protector solar, gafas de sol, teléfono móvil, algo de dinero y el pareo, que llaman canga. Los turistas quedan marcados en el momento en que llegan cargados con una mochila de acampada o, no hace falta decirlo, una riñonera. Dejar esas posesiones desatendidas mientras uno va a nadar es francamente alarmante para los vecinos.

“Estaba alucinando”, cuenta Juliana Gravina, de 25 años, una estudiante de Derecho, al recordar como vio a un grupo de extranjeros dejar una mochila en la playa y caminar a la orilla para intentar jugar a la altinha, un juego brasileño en el que se hacen malabares con un balón de fútbol. “Fui hasta donde estaban ellos para decirles, venga ya, eso no es seguro. Ten cuidado de tus cosas”.

El robo ha sido siempre una preocupación en este caso y ha causado un montón de problemas durante los Juegos. Dos entrenadores de remo australianos fueron agredidos a punta de cuchillo mientras caminaban por Ipanema. Se han denunciado casos de ladrones haciéndose pasar por vendedores de té dulce, gafas de sol o queso frito, y distrayendo a los bañistas mientras que un compañero lleva a cabo el robo.

A diferencia de los extranjeros amantes del sol, los brasileños tienden a dedicarse a toda clase de deportes. Juegan al menos a tres versiones diferentes de voleibol, además de fútbol, ​​surf, bodyboard, skimboard, paddle surf, y algo llamado “frescobol”.

“Es una característica de la playa estar de pie hablando, no tumbarte y tomar el sol como los europeos”, sostiene Laura Pérez, de 51 años, profesora de Ciencias Sociales en la Universidade Estácio de Sá en Río. “La gente en la playa están de pie, bebiendo una cerveza fría, conversando y comiendo galletas Globo”.

De la galleta Globo mencionada se habló en el New York Times la semana pasada. El artículo provocó indignación en las redes sociales y medios de comunicación de Brasil al no dar una opinión muy favorable sobre la galleta, con los ciudadanos levantándose en defensa de su aperitivo playero favorito.

“Un extranjero que habla mal de biscoito globo es como un huésped quejándose de la tarta de la abuela”, escribió un brasileño en Twitter.

Los brasileños están muy acostumbrados a absorber olas de turistas. Las playas de arena blanca de Río atraen a los visitantes extranjeros durante todo el año, y más aún cuando tiene lugar un evento importante como el Carnaval, el Mundial de Fútbol o los Juegos Olímpicos. Como anfitriones, están orgullosos de su reputación como gente acogedora y amable.

“Noruega, EE. UU., Francia”, menciona Polyanna Moreira, una estudiante de instituto tumbada en la playa, citando los países de todos los nuevos amigos que había hecho durante los Juegos Olímpicos, en la playa y en los clubes de samba.

“Italia”, añade su prima Penelope Tone.

“Me gustan los turistas. Me gusta ver la ciudad llena de gente. Es agradable”, declara Moreira.

Sin embargo, algunos brasileños dicen que demasiada atención extranjera puede convertirse en una carga.

Llevando solo unas Ray-Ban y su bañador de Calvin Klein, Raul Vinicius, de 25 años, estuvo observando la escena en Ipanema, cerca de la calle Farme do Amoedo, considerada una parte de la playa popular entre los homosexuales, con banderas de arco iris ondeando en el viento. En su ciudad natal de Florianópolis, al sur de Brasil, dijo que era normal ligar en la playa. Pero en Río, había visto prostitutos buscando extranjeros y a turistas golpeando con agresividad a los vecinos de la zona.

“Aquí es parte del juego”, dice.

Varias mujeres brasileñas dicen que los turistas parecen pensar que todos los cariocas están solteros y dispuestos para lo que sea, lo cual puede ser molesto. Sin embargo, algunos hombres argumentan que están utilizando la atmósfera de mercado de carne como fuente de inspiración.

“Tengo un corte de pelo estadounidense”, dice Thiago Hins Fereria, con largos mechones que van de surfista a rastafari. “Las mujeres brasileñas solo quieren a los extranjeros”.

“Van a ser hijos de los Juegos Olímpicos”, agrega. “Los hospitales estarán llenos dentro de nueve meses”.

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