El laicismo francés no ayuda a que los inmigrantes musulmanes formen parte de la sociedad.
Las playas francesas nunca han sido un lugar para la modestia, al menos no desde que una joven Brigitte Bardot de 17 años escandalizó al mundo del cine en la película de 1952 “La chica del bikini”. Pero este verano, en un número cada vez mayor de ciudades turísticas, las mujeres musulmanas están descubriendo lo serios que son los franceses en cuanto a la piel desnuda sobre la arena.
Recientemente, Niza se convirtió en el último de los destinos vacacionales que han prohibido el uso de un traje de baño que cubra todo el cuerpo – conocido de manera maliciosa como burkini. La ciudad, que todavía se está recuperando del ataque con un camión el Día de la Bastilla, en el que murieron 86 personas, multará con 38 euros a las mujeres que no usen “un atuendo que respete las buenas costumbres y el laicismo”. Personajes públicos se han unido a la causa, como el primer ministro Manuel Valls, famoso por su dura retórica, y la líder del Frente Nacional Marine Le Pen, que nunca deja pasar una controversia.
Sin embargo, como era previsible, la reacción ha sido en su mayoría negativa. Marwan Mohamed, director del Colectivo contra la Islamofobia en Francia, sostiene:
“No veo que una mujer que vaya a nadar vestida provoque una alteración del orden público. Este gobierno está demasiado ocupado persiguiendo a mujeres musulmanes inocentes para luchar contra el terrorismo”.
Amia Ghali, un miembro musulmán del Senado francés, agregó que todo el debate es “una controversia innecesaria que mantiene la confusión en los problemas reales de nuestra lucha. La intolerancia no debe cambiar las facciones”. Otros sostienen que la prohibición ayuda al Estado Islámico, y que “se está recurriendo al laicismo como motivo para controlar las vidas diarias de los musulmanes, e impedirles manifestar su fe”.
Sin embargo, la cuestión es a la vez más y menos significativa de lo que podría indicar la controversia. Para empezar, cubrirse el cuerpo entero nunca ha sido muy popular en la costa francesa. Las mujeres musulmanes más piadosas en la playa simplemente usan pañuelos en la cabeza y ropa ligera para mantener su religiosidad.
La importancia real del debate sobre el burkini, al igual que la prohibición de los velos y otras formas de ocultar el rostro – promulgada para las escuelas en 2004 y posteriormente en todos los espacios públicos en 2010 – no se trata de acabar con lo que en realidad son prácticas muy poco frecuentes (se calcula que sólo unas 2.000 mujeres se cubrían el rostro antes de la prohibición). Más bien, es un reflejo de los intentos por parte de Francia de asimilar la gran población musulmana que heredó de sus antiguas colonias.
Por lo que el conflicto no es algo nuevo. Los debates políticos y culturales sobre los inmigrantes musulmanes son mucho anteriores a la lucha mundial contra el terrorismo islámico y los ataques del 11-S. La preocupación por el uso del hijab en la escuela era una cuestión política en Francia que se remontaba a la década de 1980.
En términos más generales, mientras que durante décadas tras la Segunda Guerra Mundial, Francia dependía de los trabajadores extranjeros para realizar trabajos no cualificados, a principios de la década de 1990 esta actitud cambió. El gobierno conservador estableció un objetivo de “inmigración cero” y promulgó las llamadas leyes Pasqua que, entre otras cosas, les negó la residencia a los cónyuges extranjeros de residentes legales, dificultó que los estudiantes de otros países consiguieran trabajo después de graduarse, aumentó el poder del estado para deportar a extranjeros ilegales e hizo más difícil la solicitud de asilo.
En el último cuarto del siglo XX, lo que comenzó como una preocupación por mantener los empleos franceses para los nacidos en Francia, se convirtió en una guerra cultural. Hoy en día, aproximadamente el 7,5% de la población de 60 millones de Francia son de Argelia, Marruecos y Túnez, a pesar de que representan una proporción mucho mayor de la población menor de 25 años. Esta inmigración masiva desafía inevitablemente a una sociedad que, desde la revolución de finales del siglo XVIII, ha sido firmemente laica.
A los ojos de muchos de sus vecinos europeos, lo que los franceses llaman “laicidad” es simplemente intolerancia. En 1994, los holandeses promulgaron una política de inmigración conocida como la Contourennota, con un objetivo declarado de “mejorar la posición socioeconómica de las minorías étnicas desfavorecidas” a través de un sistema en el que “el gobierno está obligado a ofrecer oportunidades y los inmigrantes y sus hijos están obligados a aprovecharlas”. El gobierno financia las escuelas islámicas, los velos están permitidos en todas partes después de un comité gubernamental descubriera que el hiyab no era una amenaza y que las leyes holandesas pedían una actitud “tolerante” en la educación pública. Suecia, líder mundial durante mucho tiempo en cuanto a la aceptación de refugiados en busca de asilo, ha sido igualmente complaciente con el Islam.
Y sin embargo... veamos los resultados. Una encuesta del Pew Global Research realizada esta primavera, meses después de los ataques terroristas que mataron a 130 en París, descubrió que el 29% de los franceses tenían una visión negativa del Islam. Sin embargo, en los Países Bajos y Suecia, que no han sufrido terrorismo en una escala masiva, el 35% de los encuestados dijeron que tenían una opinión desfavorable de los musulmanes en su propio país. Y un porcentaje más o menos igual en las tres naciones dijo que los musulmanes querían ser “vivir a su manera” en lugar de “adoptar la forma de vida de nuestro país”.
Las poblaciones musulmanas siguen a la zaga de los nacidos en todos esos países en la mayoría de los indicadores sociales y económicos: el empleo, la riqueza, la educación, las tasas de encarcelamiento, etc. Por ejemplo, mientras que los musulmanes constituyen el 5% de la población holandesa, constituyen el 20% de los presos adultos.
En cualquier caso, la prohibición del burkini pondrá en evidencia las cargas habituales de hipocresía y alianzas incómodas que vemos en todos estos contratiempos: por ejemplo, es aparentemente duro para un defensor de la libertad de expresión o incluso una feminista saber qué lado apoyar.
Pero por lo general veremos fácil moralizar sobre la supuesta falta de humanidad del enfoque francés, al igual que una reciente columna de Newsweek escrita por Elizabeth Oldfield:
“El instinto para hacer frente a nuestras diferencias mediante la aplicación de la homogeneidad parece, al menos superficialmente, más atractivo que permitir que el espacio público se convierte en una competición entre las identidades tribales rebeldes y visibles.
El problema con este enfoque “liberal” es uno pragmático – no funciona...
¿Es nuestro objetivo final aplicar una sola concepción del mundo, o construir una sociedad en la que a pesar de algunos desacuerdos todo el mundo se siente bienvenido y con deseos de participar como buenos ciudadanos?”
Sin embargo, como demuestra la práctica, tales críticas ignoran los fracasos igualmente aparentes de planteamientos políticamente correctos cuyo propósito es crear una sociedad en la que “todo el mundo sienta que tiene algo que decir”.
De ahí la verdadera tragedia de la distracción del burkini: Tales contratiempos oscurecen el hecho de que ni la laicidad de los franceses, ni la laxitud de sus vecinos han logrado que los inmigrantes musulmanes formen parte de la estructura nacional.