Estudios de finanzas conductuales indican que el amor al dinero reduce el talento para invertir.
La avaricia, el afán por poseer dinero, es uno de los siete pecados capitales. La fuerte convicción de que la avaricia es una maldad que debe evitarse se extiende por todas las culturas del planeta.
No obstante, existe también una noble tradición intelectual que sostiene que es beneficiosa para la economía. Para David Hume, el filósofo de la Ilustración escocesa, el dinero era “el estímulo de la industria” que ayudaría a dirigir la “mano invisible” del libre mercado, tal y como fue descubierto por su compatriota Adam Smith.
Más recientemente, Gordon Gekko, el personaje interpretado por Michael Douglas en el largometraje Wall Street, afirmó sin mayores rodeos que “la codicia es buena”.
Los pensamientos opuestos entre los religiosos y los padres fundadores del capitalismo del libre mercado son bastante obvios. Dios y Mammón han estado siempre en conflicto. Sin embargo en la actualidad, con las herramientas de las finanzas conductuales, que aplican la psicología conductual a la economía, es posible escoger entre los dos. Una investigación internacional reciente, llevada a cabo bajo el patrocinio del centro de investigación aplicada de State Street, sugiere que, después de todo, la codicia no es buena. De hecho, la avaricia puede resultar realmente dañina para enriquecerse.
Ahora los psicólogos disponen de una definición precisa para el amor por el dinero. No se trata de la necesidad del dinero como medio para lograr otros fines, que todos ambicionamos, sino más bien el amor o la necesidad del dinero en sí mismo.
Utilizando la Escala Ética del Dinero desarrollada en 1992 por Thomas Li-Ping Tang, State Street creó la Escala del Amor de los Inversores al Dinero (ILOMS, por sus siglas en inglés). Un equipo de investigadores entrevistó a personas de 20 países, a las que se les planteó una serie de cuestiones diseñadas con el fin de averiguar qué importancia tenía en su autoestima el dinero. Asimismo, hicieron pruebas de cómo reaccionarían en una serie de situaciones económicas. Por ejemplo, les preguntaron si para ellos el dinero era un símbolo de éxito, si hablaban mucho sobre él o si querían ser ricos.
Los resultados fueron esclarecedores. Cuanto mayor apego emocional tenía alguien por el dinero, más propenso era a cometer errores con él. Se ha demostrado a lo largo de los años un conjunto de sesgos conductuales que llevan a los inversores a fallos previsibles. La avaricia hace que empeoren todas estas tendencias.
Los avariciosos tendían más a comprar al alza y vender a la baja, que para los inversores es el pecado capital por excelencia, peor que todos los demás. También manejaban horizontes de tiempo más cortos y su comportamiento se inclinaba más a la inversión hiperactiva. Si negocias con frecuencia, es seguro que pagarás más comisiones por operaciones, pero es muy poco probable que logres obtener rendimientos adicionales.
Los amantes del dinero también tendían más a creer que podían esperar hasta más adelante para empezar a ahorrar, una creencia que se ha vuelto aun más errónea a medida que el bajo rendimiento de los bonos dificulta la compra de la jubilación. Y, como consecuencia, eran menos proclives a aportar capital a un plan de jubilación y, en caso de realizar aportaciones, lo hacían como mucho con un 6 por ciento de su sueldo, si lo tenían. Por lo tanto parece que, irónicamente, van camino de convertirse en una carga para sus colegas más prudentes.
Aquellos a los que les importaba menos el dinero eran más propensos a adoptar una estrategia mucho mejor e invertir regularmente cantidades en diversos planes de jubilación con asignaciones constantes. Dichos planes de hecho exigen obtener beneficios al alza y adquirir valores cuando están baratos. Tomando prestados más términos de psicología, mostraron un mayor autocontrol o inteligencia emocional. Si se puede extraer algún mensaje claro de la investigación, es que cada vez resulta más evidente que los gobiernos tienen que empujar a todo el mundo en esa dirección; dejar que la gente elija no ahorrar, o negociar en exceso, está abocado al desastre.
La avaricia es universal, pero claramente difiere según el desarrollo económico. Las naciones prósperas, donde la gente no tiene que preocuparse tanto por el dinero, son también las menos codiciosas. Suiza y Holanda tenían los niveles más bajos en la escala ILOMS, con los británicos —lo que no es de sorprender, dada la timidez nacional a hablar de dinero— siguiéndoles de cerca. Los primeros puestos de la lista los ocupan las economías en expansión del mundo emergente: China, India y Brasil.
Hay, sin embargo, un gran caso aparte. A pesar de su riqueza y de su profunda religiosidad,
EE. UU. juega en la primera liga de la avaricia.
Este resultado es llamativo, pero no sorprendente. El dinero le importa mucho más a la gente en EE. UU. No hace falta más que observar la campaña presidencial. Una de las pocas cosas que comparten los dos candidatos, tan profundamente rechazados, es un talón de Aquiles cuando se trata de dinero. Donald Trump está sencillamente desesperado por hacer creer a todo el mundo que es rico; y Hillary Clinton a menudo comete obvios e incomprensibles fallos políticos —como el aceptar una jugosa tajada por dar una conferencia en Goldman Sachs cuando se estaba preparando para su candidatura— porque parece que quiere y desea dinero.
No obstante, América ha construido la economía capitalista más próspera que existe. Así que quizás David Hume tenía razón desde el principio. Mira el éxito que tiene Wall Street. La encuesta de State Street apunta a que, para beneficiarse de la avaricia de las personas, hay que ofrecerles amplias oportunidades de negociar en exceso y convencerles de que pueden ganar dinero fácil. Wall Street se ha desarrollado haciendo precisamente eso. A los que consideran que el centro financiero más importante del mundo se nutre de la avaricia no les falta razón.
La avaricia, ciertamente, es el ingrediente esencial de cualquier industria financiera. El mercado a menudo se comporta como si fuera eficiente. Mediante el comportamiento irracional, al que muchos se entregan, surge la posibilidad de hacer dinero. Aquellos que aman el dinero, no de forma sensata sino demasiado, han creado la oportunidad para los grandes inversores —quienes controlan sus propias emociones y no están tan enamorados del dinero—, de amasar sus fortunas.