Un régimen económico estricto
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Por qué ahorrar durante la crisis es lo último que se debería hacer.

Austeridad: Severo, rigurosamente ajustado a las normas.

Actualmente esta palabra nos hace pensar en la continua crisis de Grecia y, por extensión, en el poder de los alemanes a la hora de controlar el gasto. «Austeridad» se ha convertido en un término amplio para denominar el recorte en el gasto que han llevado a cabo los gobiernos para equilibrar sus cuentas: recorte de las pensiones, de los salarios de los funcionarios, de los servicios sociales, es decir, recortes en lo que sea y donde sea. Reducción del gasto, reducción de la deuda y reducción del déficit. La idea es inspirar confianza y hacer que el país sea más atractivo para los inversores, que prefieren a un gobierno que sea duro y austero a uno compasivo y frágil.

Al menos eso es lo que se dice en teoría. Alemania ha sido una gran partidaria de las medidas de austeridad, pero las autoridades alemanas evitan el término Austerität, y prefieren utilizar Sparpolitik, es decir, «políticas de ahorro». Es bien conocido que a la canciller Angela Merkel no le gusta la palabra que empieza por A (Austerität).

«Lo llamo equilibrio presupuestario», dijo en un evento hace un par de años. «Todo el mundo utiliza el término "austeridad", que parece algo completamente nefasto».

La austeridad implica privaciones llevadas a cabo con dureza, y que deben sufrirse durante un tiempo. Sin embargo, una «política de ahorro» suena como algo práctico y prudente, una base sólida que permite alcanzar una forma de vida razonable.

Tal y como su significado indica, la palabra «austeridad» proviene de la antigua Grecia, para quienes austeros significaba «severo», «riguroso», «amargo». Denota sequía y astringencia, una restricción que corta la pérdida de sangre y disuelve la grasa. La conveniencia de esto depende de si la pérdida de sangre y grasa supone un riesgo para el organismo o si, tal y como se supone que la circulación sanguínea y grasa corporal hacen, lo mantienen. Durante los periodos de escasez y subsistencia, es decir, durante la mayor parte de la historia de la humanidad, la vida era austera no por elección sino simplemente por la forma en la que eran las cosas. Cuando la opulencia o la abundancia se convirtieron en una posibilidad, la austeridad pasó de ser una circunstancia inevitable a un objetivo alcanzable.

En el libro Austerity: The Great Failure, publicado recientemente, el historiador Florian Schui presenta a Aristóteles, nacido en el año 384 a. C., como el que sentó la base filosófica de la austeridad como algo ideal, aunque no utilizara este término. Aristóteles fue hijo del médico de un rey y en su vida pudo disfrutar de bastantes privilegios, como estudiar en la academia de Platón y viajar por Grecia. Tenía una vida cómoda pero desconfiaba del exceso. A Aristóteles le gustaba hablar de la «abstinencia» que permitía llevar una «buena vida». La búsqueda de la riqueza para sí mismo era infinita, mientras que «el arte de administrar la casa» tenía sus límites naturales, su propio equilibrio.

Este hogar astuto (y también místico) se convirtió en la musa favorita de los que están a favor de la austeridad, incluso cuando empezaron a hablar de la economía de países enteros: el país ahorrador como una versión mayor del hogar ahorrador, que se preocupa de no gastar más de lo que ingresa, escatimando y ahorrando para tener poca o ninguna deuda. Al contrario del hogar, que ha sido venerado hasta la saciedad, un país siempre se ha considerado como algo sospechoso, sobre todo en la economía clásica.

Mark Blyth, economista político de la Universidad Brown y autor de Austeridad: Historia de una idea peligrosa, remonta los orígenes del concepto de austeridad fiscal al filósofo británico John Locke y a una ambivalencia hacia el poder estatal. Locke y sus compañeros liberales admitieron la necesidad del gobierno de acabar con el derecho divino de los reyes, pero también temían al gobierno y se preocupaban de que este pudiera dar con una mano y robar con la otra. Según Blyth, en vez de que esto ocurriera, el mercado tenía que ser «el antídoto de las políticas confiscatorias del rey», y el mercado de deuda mantendría al estado bajo control. Cuanto más pequeño fuera el gobierno mejor, ya que este debe proteger los derechos de propiedad y alejarse de todo lo demás.

En otras palabras, se debe dejar al mercado actuar solo — «laissez faire» —, para que opere libremente según las leyes naturales. Las recesiones y crisis eran la forma de que el mercado se corrigiera a sí mismo. Cuando el gobierno interviene, esto causa distorsiones. Durante la Primera Guerra Mundial aumentó el déficit de EE. UU. y los distintos presidentes estadounidenses de los años 20 se comprometieron a reducir el gasto gubernamental. Warren G. Harding creó el Consejo de Liquidación Federal, que tenía como objetivo reducir el número de oficinas gubernamentales. «Vamos a recortar la tela para ajustar el traje», explicó.

Su sucesor, Calvin Coolidge, recibió como regalo dos leones marinos y los nombró Reducción de impuestos y Oficina del Presupuesto. No obstante, fue el secretario de Hacienda Andrew Mellon quien quizás fuera el más popular por su casi fanática adhesión a la austeridad. Después de la crisis de 1929, el presidente Herbert Hoover escribió en sus memorias que Mellon insistió que sabía lo que el país necesitaba: «Liquidar mano de obra, liquidar valores, liquidar agricultores, liquidar capital inmobiliario».

Se habían cometido excesos en el mercado con la especulación y créditos, y esto había provocado su propio vómito. «Depurará el sistema de su estado de podredumbre», dice Hoover que afirmaba Mellon.

«La gente trabajará más y vivirán una vida moral».

La austeridad era la consecuencia natural de que el mercado volviera a ser más puro y conseguir así una economía desregulada o de laissez-faire. No obstante la siguiente depresión dio al laissez-faire una terrible reputación. En 1931 Business Week planteaba la siguiente pregunta: «Do You Still Believe in Lazy-Fairies? (¿Aún cree en los cuentos de hadas del laissez-faire?)»

La austeridad aún hacía pensar en una actitud impasible y en la rectitud moral. En 1942, cuando la Gran Bretaña de la época de la guerra racionaba artículos como los cigarrillos, jabón, huevos y té, The Times tituló un artículo «Nosotros, También, Necesitamos Autoridades», alabando lo que podía describirse como la moda de la austeridad: «Se trata de una "austeridad" en la que las ollas, sartenes, la vajilla y cubertería son de un material y patrón estándar». El escritor decía maravillado:

«Más frío y más ejercicio es lo que ha hecho que los británicos sean más resistentes. La dieta de racionamiento no solo es adecuada a la hora de mantener la vida y fuerza, si no que no induce a la glotonería ni hace que se coja peso en los lugares equivocados».

Un Plan Marshall y siete décadas más tarde, la austeridad se asocia con tecnócratas sin cara que imponen reformas económicas, y no con familias que llevan harapos y controlan su ración de carne para que nos les falte en la última semana. No obstante, la imagen de un hogar que se aprieta el cinturón sigue inspirando a algunos de los homólogos en relación a la deuda griega de 360 mil millones de dólares (y sigue en aumento). Después del colapso de Lehman Brothers en 2008, Merkel no tuvo reparos en criticar el despilfarro en el que habían caído bancos y gobiernos utilizando para ello dinero prestado. Merkel dijo:

«El ama de casa suaba, nos hubiera dicho sabiamente que a la larga uno no puede vivir por encima de sus posibilidades».

«Deuda» en alemán es Schulden, cuya raíz significa «culpa». En el caso de Grecia, muchos economistas dicen que esta obsesión por vivir de acuerdo a sus verdaderas posibilidades les ha hecho caer en una trampa. El gobierno griego tiene que gastar más y no menos si tiene algún tipo de esperanza de que la economía se vuelva a poner en marcha. Seguir recortando el gasto social solo perpetuará las dificultades de una población que ya está asustada y que seguirá recortando su propio gasto, lo que elimina cualquier tipo de posibilidad de impulsar el crecimiento. En 1937, después de haber observado las miserias de la Gran Depresión, John Maynard Keynes observó que se podía equilibrar el presupuesto, pero le causaba horror ver que los gobiernos elegían el peor momento para hacerlo:

«Con el boom, no con la recesión», escribió, «es cuando hay que impulsar la austeridad en los presupuestos».

Incluso los que se mostraban compasivos con la austeridad puede que tengan ahora más dificultades con la palabra. John Cochrane, economista en la Institución Hoover de la Universidad Stanford, dijo que:

«Empezó como una publicidad mala de una política razonable y desde entonces se ha convertido en un insulto general».

Intente evitar el uso de esta frase:

«Estoy a favor de las "políticas orientadas al crecimiento"».

Este término es mucho más bonito. Sí, aunque lo que pierde de insulto lo gana de eufemismo. «Orientado al crecimiento» resulta tan irresistible a la sensibilidad estadounidense como sparen «ahorrar» a la alemana.

La austeridad se vende a menudo como algo que es necesario no solo a nivel económico sino también a nivel ético. Por ello, según este argumento, Grecia necesita aprender una dolorosa lección o si no continuará haciendo tonterías con el dinero de otra gente. Blyth me dijo que las políticas de austeridad, o como queramos llamarlas, convierten a una situación económica en «un cuento moral de santos y pecadores» que lleva al castigo más que a resolver el problema. Además, dice, este cuento moral toca fondo. Los programas de austeridad normalmente se han implementado como reacción ante una crisis bancaria. Un gobierno se endeuda para rescatar a los bancos, por lo que la deuda privada se transfiere al balance de situación público. Como resultado de esto se recorta el gasto público.

Debido a que los pobres se benefician más del tipo de gasto gubernamental que se recorta, Blyth escribe en su libro que la austeridad «se basa en que los pobres paguen por los errores de los ricos». El pueblo griego se está empobreciendo. El año pasado Unicef calculó que más del 40% de los niños griegos vivían en la pobreza, lo que supone el doble de lo que había cuatro años antes. Las conversaciones sobre la desesperante situación de Grecia se han vuelto ya algo familiar, creando réplicas de los pobres, ricos y de quién «merece» qué. El escenario puede cambiar, pero la moraleja sigue siendo la misma: se espera que los que tienen menos sean los que sobrevivan sin nada.

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