La visita de Xi Jinping a EE. UU. supone una prueba importante para las relaciones entre los dos países.
Cada vez más dependientes el uno del otro para un crecimiento económico sostenible, Estados Unidos y China han caído en la clásica trampa de la codependencia, resintiéndose ante los cambios en las reglas de su compromiso. Los síntomas de esta insidiosa patología quedaron patentes durante la reciente visita del presidente chino Xi Jinping a Estados Unidos. Muy poco se consiguió y el camino que aguarda más adelante sigue siendo traicionero.
La codependencia entre EE. UU. y China nació a finales de los años '70, cuando el país norteamericano se encontraba en garras de la dolorosa estanflación y la economía china estaba en ruinas tras la Revolución Cultural.
Ambos países necesitaban nuevas recetas para la reactivación y el crecimiento, y se dirigieron la una a la otra en un matrimonio de conveniencia. China proporcionó bienes baratos que permitieron a los consumidores estadounidenses, con unos ingresos limitados, llegar a fin de mes, mientras que EE. UU. proporcionó la demanda externa que apuntaló la estrategia de crecimiento basada en las exportaciones de Deng Xiaoping.
Con los años, este compromiso se transformó en una relación más profunda. Con pocos ahorros y un deseo de crecimiento, los EE. UU. confiaron cada vez más en las vastas reservas de ahorro de excedentes de China para seguir llegando a fin de mes. Al anclar su moneda al dólar, los chinos crearon una enorme participación en los bonos del Tesoro de Estados Unidos, lo que ayudó a este último a financiar déficits presupuestarios récord.
Estados Unidos proporcionó a China tanto estabilidad como anclajes de crecimiento y China permitió a EE. UU. evitar los peligros cada vez mayores de un ahorro ínfimo, una política fiscal temeraria y un débil crecimiento de la renta familiar.
Pero la codependencia económica es tan inestable como la codependencia humana. Con el tiempo, uno de los miembros cambia, mientras que el otro se queda colgado y sintiéndose despreciado.
China está cambiando y a Estados Unidos no le gusta. China no solo está reequilibrando su modelo económico pasando de las exportaciones al consumo sino que, además, está redefiniendo su carácter nacional. Ha adoptado una política exterior más «robusta» en el mar de China Meridional, ha abrazado el anhelo nacionalista de rejuvenecimiento, enmarcado por lo que Xi llama el «sueño chino», y ha empezado a remodelar la arquitectura económica mundial con nuevas instituciones como el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura, el Nuevo Banco de Desarrollo y el Fondo de la Ruta de la Seda.
Operadores trabajando en el parqué de la Bolsa de Nueva York
La respuesta de EE. UU. a todo esto ha puesto a China de los nervios, especialmente las denominaciones «pivote asiático» y «reequilibrio estratégico» con su subtexto de contener a China. EE. UU. reconoce la necesidad de ampliar el papel de China en las instituciones existentes de Bretton Woods (el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial); pero cuando incumple su parte del contrato, se irrita ante la formación de instituciones chinas. Y mientras que EE. UU. lleva tiempo instando a China a desplazar su modelo de crecimiento hacia el consumo privado, no se siente cómodo con las numerosas implicaciones de este cambio.
En gran medida, la inquietud de EE. UU. refleja su incapacidad para hacer frente a sus principales problemas económicos, principalmente la falta de ahorro doméstico. La tasa de ahorro nacional neto (negocios, hogares y gobierno combinados) se situó en tan solo el 2,9% de los ingresos nacionales a mediados de este año, menos de la mitad del 6,3% de media de las tres últimas décadas del siglo XX.
A medida que China pase del ahorro de excedentes a consumir ahorros, empleando sus excedentes para construir una red de seguridad para el pueblo chino en lugar de subvencionar los ahorros de los estadounidenses, unos EE. UU. escasos de ahorros encontrarán cada vez más difícil llenar el vacío.
La política monetaria de Estados Unidos revela otra capa más de codependencia. Al mencionar las preocupaciones internacionales del momento, especialmente la desaceleración del crecimiento en China, como una de las razones principales para retrasar su largamente esperada subida de los tipos de interés, la Reserva Federal dejó poco lugar a dudas respecto al papel fundamental que juega China en el sostenimiento de la recuperación, aún frágil, de Estados Unidos.
Y con razón: las exportaciones de EE. UU., que alcanzaron un 13,7% récord del PIB en el cuarto trimestre de 2013, por encima del 10,6% del primer trimestre de 2009, cayeron hasta el 12,7% del PIB a mediados de este año. Con una demanda doméstica aún débil (el consumo real ha crecido a un lentísimo ritmo del 1,4% durante los últimos siete años y medio), el país necesita más que nunca un crecimiento de las exportaciones. Por lo que las previsiones para China, el tercer mayor mercado de exportaciones de EE. UU. y el de más rápido crecimiento, son cruciales para una Reserva Federal que no ha logrado ganar muchos adeptos con sus poco convencionales políticas monetarias postcrisis.
Un hombre con mascarilla para protegerse de la contaminación pasa por delante de edificios de oficinas envueltos en neblina en Pekín, el martes 22 de septiembre de 2015
Este aspecto de la codependencia tiene un alcance mundial. Durante la última década, China ha representado una media de 1,6 puntos porcentuales del PIB mundial por año, más del doble de la contribución combinada de 0,7 puntos porcentuales de las llamadas economías avanzadas. Aunque el crecimiento de su PIB se desacelerará hasta el 6,8% este año, China registrará un crecimiento ligeramente mayor al que probablemente registrará el mundo avanzado. No es de extrañar que las perspectivas de crecimiento de China sean tan importantes para los responsables políticos de todo el mundo.
Hablando en Seattle el 22 de septiembre, Xi hizo hincapié en la necesidad para ambos países de profundizar su «comprensión mutua de las intenciones estratégicas» como objetivo clave para las relaciones bilaterales. Y, a pesar de todo, sus conversaciones con el presidente Barack Obama carecieron precisamente de esa comprensión mutua que pedía. La agenda estuvo formada más bien por cuestiones inconexas (la ciberseguridad, el cambio climático y el acceso a los mercados) que por una apreciación de los desafíos estratégicos a los que ambos países se enfrentan, ya sea por separado o juntos.
Por otra parte, hubo pocas señales de un progreso significativo respecto a las cuestiones que Xi y Obama discutieron. Ambas partes dieron la bienvenida a un nuevo compromiso para intercambios de alto nivel sobre la delincuencia cibernética; pero EE. UU. está a punto de imponer sanciones a empresas chinas que se han beneficiado de una manifiesta piratería. De igual modo, destacaron una vez más la necesidad de un tratado bilateral para las inversiones de «alto nivel»; pero hubo muy pocos indicios de un movimiento serio y decidido en las industrias a las que este acuerdo protegería (la «lista negativa»).
Dicho sea en su favor, China anunció un importante cambio en su política medioambiental: un sistema de comercio de derechos de emisión a nivel nacional para las emisiones de gases de efecto invernadero, que entrará en vigor en 2017. Pero, sin acciones similares por parte de EE. UU., la medida de China a duras penas moderará los peligros del cambio climático mundial.
Las relaciones EE. UU.-China, atrapadas en una red de codependencia, se han cargado de fricciones y acusaciones. En las relaciones humanas, el final de esta patología suele ser una ruptura dolorosa, y la cumbre recién terminada entre Obama y Xi hizo más bien poco por disipar esta posibilidad.