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Un nuevo estudio demuestra que el dinero puede comprar la felicidad... Pero solo fugazmente y a expensas de otros.

«Cuando abres la ventana entran tanto aire fresco como moscas», dijo Deng Xiaoping, describiendo las consecuencias buenas y malas de la apertura de la economía china. Muchas personas ven el crecimiento económico y el aumento de los ingresos como algo deseable, pero estos también tienen sus desventajas. Las familias se rompen, pues los jóvenes se mudan a las ciudades y el trabajo se vuelve más precario si el mercado laboral se liberaliza. El aumento de la desigualdad puede alterar incluso a quienes se están volviendo más ricos. No es de extrañar, quizá, que la satisfacción expresaba por los chinos de a pie con su suerte cayera al comienzo del boom económico provocado por las reformas de Deng, para volver a elevarse de nuevo a medida que el crecimiento se aceleraba. Esta es, en cualquier caso, la conclusión a la que llegó un estudio publicado en 2012 por Richard Easterlin de la Universidad de Carolina del Sur y colaboradores.

El Sr. Easterlin es más conocido por un estudio publicado en 1974 que suscitó acaloradas opiniones y que argumentaba que el aumento de los ingresos no hace que la gente sea más feliz. Desde entonces, a pesar de los evidentes beneficios, los economistas han debatido si hacerse más rico en realidad no es para tanto. El estudio más exhaustivo de 2012 analizaba a una serie de países con el tiempo y concluía que hay una relación positiva entre el crecimiento de los ingresos y la satisfacción.

Sin embargo, el estudio no aclaraba si es el dinero el que lleva a la felicidad o es al revés. Andrew Oswald, Eugenio Proto y Daniel Sgroi de la Universidad de Warwick han postulado que la felicidad es lo que viene en primer lugar. Al fin y al cabo, unos trabajadores deprimidos son menos productivos y, por lo tanto, ganan menos dinero. Además, los ingresos elevados y la felicidad pueden deberse a lo mismo. Las personas que tienen una gran red de amigos están más satisfechas con la vida y son mejores a la hora de encontrar trabajos bien pagados.

Una manera de responder a las preguntas sobre la causalidad es observar las evidencias derivadas de ensayos aleatorios. La lotería reparte riqueza al azar, por lo que podría servir de foco de estudio, pero en la mayoría de los países tan solo una pequeña proporción de personas compran billetes de lotería. El comportamiento de las personas que tienen una corazonada puede no ser típico de la gente en general, lo que sesgaría los resultados. La solución sería que los economistas llevaran a cabo sus propios experimentos, repartiendo grandes premios al azar entre la población. En los países ricos es muy caro simular una lotería, pero en lugares más pobres algunas organizaciones benéficas ya lo hacen.

El Busara Centre for Behavioural Economics en Nairobi, Kenia, lleva a cabo experimentos con participantes de barrios marginales y áreas rurales. Sus investigadores analizaron los resultados de un esquema basado en la lotería en la Kenia rural, en donde se eligió una muestra aleatoria de 503 hogares, repartidos en 120 aldeas, para recibir transferencias de dinero en efectivo de hasta 1.525 dólares. La transferencia media, de 357 dólares, era prácticamente suficiente para duplicar la riqueza de un aldeano típico. Los investigadores midieron el bienestar de los aldeanos antes y después de la transferencia utilizando distintos métodos: cuestionarios acerca de la satisfacción en la vida de las personas, monitorización en busca de depresión clínica y pruebas de saliva con cortisol, una hormona asociada con el estrés.

Dado que no todos los aldeanos recibieron una transferencia, el experimento no arrojó ninguna luz sobre lo que ocurriría si la riqueza de todo el mundo aumentara por igual; pero el estudio sí imitaba los resultados distributivos del crecimiento económico, que tiende a repartir las ganancias de forma desigual. Tal y como se esperaba, las personas que recibieron transferencias mostraron una mayor satisfacción con su suerte una vez que el dinero llegó. Los niveles de cortisol y la incidencia de la depresión también cayeron.

Sin embargo, la satisfacción de las personas que no recibieron dinero cayó en picado, puesto que las fortunas de sus vecinos habían mejorado. La reducción de la satisfacción originada al ver cómo un igual gana 100 dólares más fue mayor que el aumento de la satisfacción por recibir una ayuda monetaria de la misma cantidad. Cuanto mayores eran las ayudas monetarias recibidas por otras personas de la aldea, mayor era la insatisfacción de quienes no las habían recibido (las ayudas no parecieron tener ningún impacto en los niveles de cortisol ni en la prevalencia de la depresión entre las personas no beneficiarias).

Tanto la amargura como la alegría que este dinero caído del cielo produjo fueron pasajeras. Los efectos de los cambios en las circunstancias de las personas fueron desvaneciéndose a medida que se acostumbraron a ellos, un fenómeno al que los economistas llaman «adaptación hedónica». Las mayores oscilaciones en la satisfacción se dieron en mitad del esquema de las transferencias: en un plazo de seis meses se habían realizado todas las transferencias (si se hubieran alargado durante un período mayor de tiempo, tal y como suele ocurrir cuando un país se desarrolla, los resultados podrían haber sido distintos). Un año más tarde, la felicidad tanto de los beneficiarios como de los no beneficiarios había vuelto prácticamente a su nivel inicial.

Es más, no era la desigualdad en general lo que molestaba a los desafortunados tanto como la disminución de su propia riqueza en comparación con la media. Los participantes del experimento ignoraron los cambios en el coeficiente de Gini de su pueblo, que mide la desigualdad global. Tomemos como ejemplo una aldea en la que una persona se hace más rica y otra más pobre. La aldea pierde igualdad, pero los ingresos medios no varían. En el experimento de Kenia este factor no le importó al resto de la aldea; en lugar de ello, los participantes compararon lo bien que les estaba yendo a los demás (la media de la aldea) en relación con ellos mismos.

Cegados por la codicia

Un estudio de Ada Ferrer-i-Carbonell que analizaba datos sobre la satisfacción en la vida en Alemania podría ayudar a explicar las reacciones de los keniatas. La investigadora concluía que existe una asimetría en la manera en que la gente se compara con los demás. Tendemos a mirar exclusivamente a aquellos que están en mejor situación que nosotros, en lugar de ver nuestra posición dentro de la escala total de resultados. Cuando la suerte de los demás mejora reaccionamos negativamente, pero cuando es nuestra propia suerte la que mejora, entonces trasladamos nuestro grupo de referencia hasta aquellos que están todavía mejor. En otras palabras, nunca estamos satisfechos puesto que nos acostumbramos rápidamente a nuestros logros. Quizá es esto lo que impulsa a la gente a ganar más dinero y a las economías a crecer.

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