Lo que realmente enseña la escuela
Eugene Kurskov / TASS
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En honor al final del año escolar, el escritor y empresario Mark Manson ha compartido sus pensamientos sobre lo que nos enseñan las instituciones educativas y por qué la base de estas enseñanzas no es la correcta. Averigua cuáles son.

Era la época del instituto. Tenía 16 años y estaba harto. El profesor de inglés nos puso de deberes un trabajo de escritura creativa: escribir lo que fuera sobre el instituto. Cualquier cosa.

Así que escribí una historia sobre un tiroteo en el instituto.

Y no solo eso: en mi historia, una vez que los agentes de policía habían acorralado al tirador, en lugar de volarle los sesos, este empezó a enseñar a los niños, ejecutando a los que se portaban mal o no seguían las normas. Al principio, sus ejecuciones parecían crueles e irracionales. Pero a medida que los chicos crecían, las ejecuciones se volvieron más pragmáticas y diseñadas para preparar a los supervivientes para el «mundo real». La historia terminaba en la ceremonia de graduación, en la que el tirador lloraba mientras abrazaba a todos sus estudiantes. Les dio la enhorabuena y les dijo lo orgulloso que estaba de todo lo que habían logrado.

Ni qué decir tiene que me suspendieron...

En el instituto me convencieron de que era un escritor malísimo, lo cual es bastante raro, porque ahora soy escritor profesional. ¡Chúpese esa, Mr. Jacobs!

Así que, imbuido por el espíritu de la temporada de graduaciones, he pensado que sería bonito hablar de lo que el colegio te enseña y no te enseña. Porque he aprendido una cosa, y es que la persona que eres en el instituto no es necesariamente la persona que acabarás siendo de mayor. De hecho, a menudo difieren bastante.

1. Aprendiste que el éxito viene de la aprobación de los demás

Parece que estamos inmersos en una cultura en la que a la gente le preocupa más aparentar ser alguien importante que ser alguien importante. Tenemos como ejemplo a las hermanas Kardashian, Donald Trump, el 63% de todos los usuarios de Instagram, atletas que publican discos de rap, el Congreso de los EE. UU. al completo, etc.

Hay varios motivos para ello, pero en su mayoría se debe a que, a medida que crecemos, se nos recompensa y se nos castiga en función de la aprobación del baremo de los demás, no del nuestro propio. Sacar buenas notas, asistir a clases extraescolares, practicar algún deporte, sacar una puntuación alta en las pruebas estandarizadas... Estos baremos crean una fuerza de trabajo productiva, pero no una fuerza de trabajo feliz.

Los porqués son mucho más importantes que los qués de la vida y ese es un mensaje que raras veces se nos comunica mientras crecemos.

Puedes ser el mejor publicista del mundo, pero si anuncias pastillas falsas para la impotencia, entonces tu talento no es un valor para la sociedad, sino un lastre. Puedes ser el mejor inversor del mundo, pero si inviertes en empresas y países extranjeros que se lucran mediante la corrupción y el tráfico de seres humanos, entonces tu talento no es un valor para la sociedad, sino un lastre. Puedes ser el mejor comunicador del mundo, pero si predicas el fanatismo religioso y el racismo, entonces tu talento no es un valor para la sociedad, sino un lastre.

Cuando creces, todo lo que te dicen que hagas no tiene más finalidad que conseguir la aprobación de los que te rodean. Se trata de satisfacer los modelos de otro. ¿Cuántas veces, mientras te hacías mayor, escuchaste la queja «Esto no tiene sentido. No entiendo por qué tengo que aprender esto»? ¿Cuántas veces escuché a los adultos decir «Ni siquiera sé lo que me gusta hacer. Lo único que sé es que no soy feliz»?

Nuestro sistema educativo se basa en el rendimiento y no en los motivos para hacer las cosas. Enseña la mímica, no la pasión.

El aprendizaje basado en el rendimiento ni siquiera es efectivo. Un niño al que le apasionan los coches lo pasará bien aprendiendo matemáticas y física, si es que las matemáticas y la física son algo que entre en el contexto de lo que le interesa. Retendrá más información de estas materias y sentirá curiosidad por descubrir más por sí mismo.

Pero si no es responsable acerca del porqué de lo que aprende, entonces lo que aprenderá no será física ni matemáticas, sino a fingir que las aprende para hacer feliz a otra persona. Este es un hábito muy feo para que arraigue en una cultura. Lo que consigue es producir grandes cantidades de personas altamente eficientes, pero con muy baja autoestima.

En las últimas décadas, los padres y profesores, preocupados, han intentado remediar este asunto de la autoestima haciendo que los niños se sintieran exitosos más fácilmente. Pero esto lo único que hace es agravar el problema. No solo se entrena a los niños para basar su autoestima en la aprobación de los demás, sino que encima se les concede esa aprobación sin que tengan que hacer nada para conseguirla.

O tal y como Branford Marsalis, uno de los más grandes saxofonistas de todos los tiempos, expresó de forma tan elocuente:

Los marcadores del rendimiento externo están bien, y puede que sean hasta necesarios, pero no son suficiente. Tiene que haber un nuevo punto de partida; en algún momento tendrá que introducirse en la educación la motivación personal. Tiene que haber un porqué en la educación que acompañe al qué. El problema es que el porqué de todo el mundo es personal y, por ello, imposible de alcanzar. Sobre todo cuando los profesores están tan sobrecargados de trabajo y tan mal pagados.

2. Aprendiste que el fracaso es motivo de vergüenza

Hace unos pocos meses comí con una de esas personas que no puedes creer que existan. Tenía cuatro títulos universitarios, incluyendo un master del MIT y un doctorado en Harvard (¿o era un máster de Harvard y un doctorado en el MIT? No me acuerdo). Estaba en lo más alto de su sector, trabajaba para una de las empresas de consultoría más prestigiosas del mundo y había viajado por todo el mundo trabajando con los principales directores ejecutivos y gerentes.

Pero me dijo que se sentía atrapado. Quería abrir un negocio, pero no sabía cómo.

Y no es que se sintiera atrapado por no saber qué hacer; sabía exactamente lo que quería hacer. Se sentía atrapado porque no sabía si era lo correcto.

Me contó que durante toda su vida había dominado el arte de hacer las cosas bien a la primera. Así es como los colegios te recompensan, como las empresas te recompensan... Te dicen qué hacer y tú vas a por ello. Y él siempre lo lograba.

Pero cuando llegó el momento de crear algo nuevo, de hacer algo innovador, de saltar a lo desconocido, entonces no supo cómo hacerlo. Estaba asustado: innovar implica fracasar, y él no sabía cómo fracasar. ¡Nunca antes había fracasado!

En su libro David y Goliat, Malcolm Gladwell escribió un capítulo sobre la cantidad desproporcionada de personas tremendamente exitosas que son disléxicas y/o dejaron el instituto. Gladwell sugería algo sencillo como explicación: había gente con mucho talento que, por el motivo que fuese, se veía forzada a acostumbrarse al fracaso a una edad temprana. Esta «comodidad» con el fracaso les permitía tomar riesgos más calculados y ver oportunidades donde los demás no las veían.

El fracaso nos ayuda, así es como aprendemos. Las entrevistas de trabajo que no salen bien nos enseñan cómo hacer mejores entrevistas. Las relaciones que no salen bien nos enseñan cómo ser mejores compañeros. Lanzar al mercado productos o servicios que fracasan estrepitosamente nos enseña cómo hacer mejores productos y servicios. El fracaso es el camino hacia el crecimiento. Y, a pesar de ello, nos han grabado a fuego en el cerebro una y otra vez que el fracaso es inaceptable. Que ese «está mal» es motivo de vergüenza. Que tienes una oportunidad y, si la fastidias, se acabó; sacas una mala nota y se acabó.

Pero la vida no funciona así para nada.

3. Aprendiste a depender de la autoridad

A veces me llegan emails de lectores que me cuentan su historia y luego me piden que les diga qué hacer. Por lo general, sus situaciones son tremendamente personales y complejas. Por ello, mi respuesta suele ser «No tengo ni idea». No conozco a estas personas, no sé cómo son, no sé cuáles son sus valores, ni lo que sienten, ni de dónde vienen. ¿Cómo podría saberlo?

Creo que a la mayoría de las personas nos asusta no tener nadie que nos diga qué hacer. Tener alguien que te diga qué hacer puede ser muy cómodo. Es seguro porque, en última instancia, nunca te sientes totalmente responsable de tu suerte, simplemente sigues el plan de juego.

Pero la obediencia ciega causa más problemas de los que soluciona. Aniquila el pensamiento creativo, promueve el parloteo sin sentido y la certeza fútil. Es lo que hace que siga existiendo la telebasura.

Eso no significa que la autoridad sea siempre perjudicial ni que no tenga ningún propósito. La autoridad va a existir siempre y siempre será necesaria en una sociedad que funcione correctamente.

Pero todos deberíamos ser capaces de elegir la autoridad en nuestras vidas. Seguir a la autoridad nunca debería ser algo obligatorio y nunca debería ser incuestionable, ya sea tu líder religioso, tu jefe, tu profesor o tu mejor amigo. Nadie sabe tan bien como tú lo que es bueno para ti, y no dejar que los jóvenes descubran esto por sí mismos es, posiblemente, el mayor fracaso de todos.

Fuente: Vox

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