El columnista de Bloomberg, Leonid Bershidsky, habla de las consecuencias que podrían traer a Uzbekistán la enfermedad o muerte del que ha sido su presidente desde hace casi 30 años, Islam Karimov.
Rara vez llegan noticias importantes provenientes de países cuyos nombres terminan en “istán”, pero la hospitalización del presidente de Uzbekistán, Islam Karimov, después de haber sufrido un derrame cerebral el pasado fin de semana es digna de mención. Karimov, de 78 años, quien ha gobernado el país sin interrupción desde 1988, no ha hecho nada para asegurar una sucesión sin problemas, y su país es probablemente el baluarte más fuerte contra el extremismo islámico en Asia Central.
“Abróchense los cinturones de seguridad”, publicó en Facebook Gleb Pavlovsky, ex asesor político del presidente ruso Vladimir Putin – quien ahora es uno de sus oponentes–, después de que se informara de la muerte de Karimov el lunes por la noche. Los informes, que aparecieron por primera vez en el portal Fergana News – una web en lengua rusa que probablemente sea la mejor fuente de información diaria sobre el estado de Uzbekistán – fueron negados más tarde por las autoridades uzbekas. La última información oficial disponible es la del servicio de prensa presidencial, que dice que Karimov está en el hospital, y la de la cuenta de Instagram de la hija más joven de Karimov, Lola, quien dice que ha tenido un derrame cerebral y está en cuidados intensivos.
De modo que el presidente de Uzbekistán está oficialmente “no muerto”, pero muy posiblemente en la zona gris donde entran los dictadores cuando están a punto de abandonar el poder. Aun si ha muerto, no se dará a conocer la noticia hasta que haya un sucesor. Según los que han estado observando la jerarquía opaca de Uzbekistán desde hace tiempo, probablemente sea el primer ministro Shavkat Mirziyoyev, quien ha ocupado el cargo desde 2003. No era el asesor más cercano a Karimov – dicen que ese honor le pertenece al primer ministro Rustam Azizov, que estaba a cargo de las carteras económicas más importantes – pero ha construido pacientemente una red de apoyo regional más grande, y tiene buena relación con el poderoso jefe de seguridad nacional Rustam Innoyatov, que hace dos años diseñó la caída de Gulnara, la ambiciosa hija mayor de Karimov.
Sea quien sea el que termine sucediendo a Karimov, no va a ser el todopoderoso fundador de la nación. La transición puede tener lugar sin incidentes, al igual que en la vecina Turkmenistán, como ocurrió en 2006, cuando falleció su presidente fundador Niyazov – quien rebautizó los meses del calendario e hizo que se erigieran cientos de estatuas con su imagen a lo largo de todo el país. Pero también podría ser más turbulenta, desestabilizando así toda la región.
Uzbekistán tiene una población de 30 millones de personas, un 40% de ella menor de 25 años. No hay trabajo suficiente para todos en una economía fuertemente controlada por el gobierno. Aunque Uzbekistán ha estado mostrando un crecimiento económico del 8% al año o más durante casi una década, las estadísticas son tan fiables como las publicadas por el Comité de Planificación del Estado de la República Socialista Soviética de Uzbekistán cuando Karimov estuvo trabajando allí en la década de 1960.
La mayor parte de la riqueza de Uzbekistán proviene de la exportación de recursos naturales, como el oro y el gas natural, gran parte de ellos dirigido a China, pero esa riqueza no ha llegado a la gente común, especialmente en las áreas problemáticas densamente pobladas, como el valle de Fergana, donde se produjeron grandes disturbios en 2005. Karimov los reprimió brutalmente, pero no está claro si un sucesor tendría la determinación y autoridad para hacerlo de nuevo, en caso de ser necesario.
En torno a 3 millones uzbekos trabajan en Rusia. En 2015, Uzbekistán fue la mayor fuente de mano de obra inmigrante para Rusia, después de Ucrania. La mayoría de estos trabajadores son trabajadores honestos que sólo quieren enviar dinero a sus familias, pero los radicales uzbekos también han utilizado Rusia como una parada en su camino hacia la lucha en Siria. No pueden ir directamente, ya que Karimov ha mantenido el radicalismo islámico fuertemente reprimido. En 1999, hubo una importante purga de las organizaciones islamistas en la que fueron encarceladas 7.000 personas. Al mismo tiempo, el Movimiento Islámico de Uzbekistán, un grupo militante que operaba en el sur de Asia Central, fueron expulsados de las montañas de la zona de Afganistán y Pakistán. El año pasado, prometió lealtad al Estado Islámico.
Según el Grupo Soufan, unos 500 ciudadanos uzbekos estaban luchando con el Estado islámico en Siria e Irak a finales del año pasado. Ese es el número más alto de todas las repúblicas ex soviéticas excepto Rusia, y no incluye al Movimiento Islámico de Uzbekistán, ya que la mayoría de sus combatientes han perdido hace mucho tiempo los lazos con el país.
Karimov mantuvo Uzbekistán secular por la fuerza de su aparato de seguridad y militar, que es, dependiendo de la fuente, el más fuerte en Asia Central o el segundo más fuerte después de Kazajistán. Rusia ha estado ayudando a Uzbekistán, formando a sus agentes y proporcionándole a su ejército armas modernas, ya que el país es un amortiguador importante entre la olla hirviente de Afganistán y la esfera de intereses inmediatos Rusia. Ahora que el control sobre el poder de Karimov se está debilitando y la sucesión no está asegurada, toda la tensión acumulada – parte de ella del tipo yihadista – puede que termine en una violencia que podría involucrar a los habitantes uzbekos de Rusia. Si Uzbekistán se vuelve inestable, el Estado islámico se verá alentado y con poder.
Este es un momento de tensión para el Kremlin, cuyo declarado objetivo en Oriente Medio, incluida Siria, es mantener la amenaza islamista fuera de sus fronteras. El secretario de prensa del presidente Vladimir Putin, Dmitri Peskov ha dicho que Moscú estuvo en contacto constante con la dirección de Uzbekistán desde la hospitalización de Karimov. El interés de Putin reside, probablemente, en asegurarse de que Mirziyoyev, como el hombre más capaz para mantener la situación bajo control, se convierta en el sucesor de Karimov, y cambie lo menos posible el gobierno del país.
Sin embargo, más allá de estas consideraciones tácticas obvias, la tensión que acompaña al derrame de Karimov es un recordatorio de que en una parte considerable de la antigua Unión Soviética, incluyendo los dos principales aliados de Rusia, Kazajistán y Bielorrusia, no existen métodos democráticos confiables de traspaso de poder. En la propia Rusia, si Putin cayera gravemente enfermo o muriera, es poco probable que la transición fuera fácil.
La enorme región se mantiene en un estado de relativa paz gracias a un pequeño grupo de hombres de edad avanzada, la mayoría con experiencia en liderazgo soviético, que se han convertido en líderes nacionalistas autoritarios. Si alguno de ellos se fuera, surgiría inmediatamente la inestabilidad. La revolución incruenta de 1991, que destruyó la Unión Soviética, está sin terminar de muchas maneras, pero principalmente de esta: Los regímenes actuales son marcadores de posición para su verdadera condición de estado y, como tales, son bombas de relojería.