Existen innumerables libros que hablan sobre la importancia del trabajo duro y el talento, entre otras cosas, para alcanzar el éxito. Sin embargo, con eso no es suficiente. La suerte juega un papel esencial.
Dependiendo del economista al que preguntemos, las grandes desigualdades de riqueza pueden ser un motor esencial de crecimiento – la recompensa que nos motiva a trabajar duro, innovar y prosperar – o una bomba de relojería a punto de estallar capaz de desencadenar la miseria, la agitación social o incluso violentas revoluciones.
Los estudiosos académicos que observan las desigualdades siempre están discutiendo sobre dónde radica ese punto de inflexión y en qué momento se considera que la desigualdad es demasiada. Muchos observadores se preguntan si ya hemos comenzado a tocar fondo, señalando el apoyo tan sorprendentemente grande al socialista confeso Bernie Sanders en las recientes elecciones presidenciales de EE. UU.
Pero lo que nadie puede negar es que en muchos países del mundo, la desigualdad ha alcanzado extremos desorbitados. Por ejemplo, en EE. UU. el uno por ciento que ocupa los primeros puestos de la lista de la población sustenta el 42 por ciento de la riqueza nacional, y esos 100 individuos en la cúspide poseen actualmente una fortuna media 45.000 veces mayor que la de la media nacional.
¿De dónde proceden estas grandes diferencias de riqueza? La narrativa positiva que rodea a la desigualdad puede achacarlas al talento y el esfuerzo de los grandes ganadores. Los críticos sociales citarán también las muchas formas en las que talento y esfuerzo pueden verse frustrados por prejuicios basados en la clase, la raza o el género. Los dos grupos de factores son obviamente relevantes – pero sobre todo en los niveles bajo y medio del espectro económico, donde la gente sufre en sus vidas la gran influencia de los salarios y el consumo. Posiblemente no podrán llegar al alto nivel de aquellos cuya riqueza se debe principalmente a ganancias de capital o pérdidas en inversiones. Si el ratio de 50.000 fuera motivado por otros rasgos, implicaría a individuos de menos de un metro de altura, con un CI de 5 millones y que viven hasta los 4 millones de años. Nadie es mucho mejor que el resto de la humanidad.
¿Podrían ser las diferencias entre los muy ricos y los increíblemente ricos – diferencias que amplifican la desigualdad moderada a desigualdad extrema – el resultado de la mera y simple suerte?
Esto resulta ser una pregunta muy difícil de responder si solo observamos a las personas. Todos conocemos historias de gente ambiciosa y de talento como Steve Jobs o Bill Gates que hicieron crecer sus empresas y crearon riqueza. Pero por cada una de estas superestrellas seguramente hubo muchos más que siendo igual de ambiciosos y de talento, no consiguieron triunfar.
Quizás el hilo de inversiones y de decisiones de gestión que hicieron triunfar a la empresa de alguien, y que mirando hacia atrás parece algo tan inteligente, era realmente solo el equivalente a echar a cara o cruz la moneda 20 veces y que saliera siempre cara. Las probabilidades de que eso pase son de una entre un millón, de manera que si la suficiente gente lo intenta, alguien estará destinado a tener suerte y parecerá un genio lanzando las monedas – simplemente por probabilidad.
La distribución de la riqueza en lo más alto de la pirámide concuerda bastante con la idea de la mera suerte.
Pero esa analogía con echar la moneda a cara o cruz sugiere un mejor método para diferenciar entre talento y suerte: en vez de observar a los individuos concretos hay que mirar la forma en que se distribuye la riqueza a toda la población en la cima de la pirámide de la riqueza.
Para ilustrar la idea básica, supongamos que echamos las monedas a suerte e intentamos averiguar si son justas o están trucadas. Esto puede ser engañoso si utilizamos una sola moneda. Si la lanzamos 20 veces y sale 14 veces cara y 6 veces cruz podemos tener una ligera sospecha de que está trucada, pero no podemos estar completamente seguros: la probabilidad de que salga 14 veces cara o más es todavía de un 6 por ciento, y las situaciones improbables a veces tienen que pasar. Una técnica mucho más adecuada sería realizar el mismo experimento echando a cara o cruz 20 veces miles de monedas idénticas: si así seguimos viendo que sale cara en su gran mayoría, entonces es que huele a chamusquina.
Se ha aplicado esta idea al mundo de las inversiones y a la distribución de la riqueza imaginando el siguiente juego de inversión. Un gran número de inversores comienza con 100.00 dólares. Cada año cada inversor echa las monedas a cara o cruz para decidir su índice de beneficios ese año: la mitad de las veces saldrá cara y se darán beneficios del 30 por ciento, y el resto de las veces saldrá cruz y se producirán pérdidas del 10 por ciento. Las cifras se deciden en vistas a conseguir un beneficio anual medio del 10 por ciento, más, o menos, el 20 por ciento, que es una cifra normal de inversión en Bolsa, pero las conclusiones generales no dependen de estas cifras concretas.
Tras jugar a este juego durante 20 años, el inversor típico tendrá alrededor de 10 caras y 10 cruces, obteniendo alrededor de 480.683 dólares. Pero un pequeño grupo de inversores afortunados que tienen la suerte de sacar 20 veces seguidas cara, obtendrá una fortuna de 19 millones de dólares. Por otro lado, algunos inversores sin suerte tendrán 20 veces cruz y obtendrán solo 12.158 dólares.
Pero a medida que el juego continúa, su situación mejorará o empeorará y serán más o menos ricos a merced de cómo caiga la moneda. Para que este juego se vea desde un punto de vista más realista, asumamos que los inversores cuya fortuna no alcance un cierto nivel deben apartarse del juego, siendo sustituidos por nuevos ricos que emerjan de la clase media.
Al final el juego alcanzará una especie de equilibrio – de manera que el número de jugadores que prospera siempre está equilibrado con el número que empeora, así la distribución general de la riqueza llega a una estabilidad y no varía nunca.
Si supiéramos cómo desarrollar una idea genial, como el iPhone, todo el mundo lo haría.
Esta distribución sigue una ley de potencia que básicamente enuncia que es más fácil ser algo parecido a un rico que realmente rico: hay muy poca gente, muy poca que tenga muchísimo dinero. Sobre todo, la ley de potencia proclama que si calculamos el número de jugadores que son más ricos que nosotros, entonces hay que contar los que son por lo menos el doble de ricos, esa segunda cifra siempre estará por debajo en un factor de (½).α
Ese símbolo es conocido como el exponente de Pareto en honor a Vilfredo Pareto, el economista italiano que estudió por primera vez las distribuciones según las leyes de potencia en el siglo XIX. Y el resultado de la modelización es lo que lleva a los economistas profesionales a fijarse en ello: son los que ven precisamente en el mundo real una distribución según la ley de potencia de la riqueza de alto nivel, no solo en EE. UU., sino en muchos otros países. (Los valores habituales de α en los países occidentales se mueven en un rango entre 1.1 y 1.7).
Dicho de otro modo, en el mundo real, la distribución de la riqueza en el punto más alto de la pirámide concuerda bastante con la mera suerte.
¿De verdad? Por supuesto, la objeción obvia es que el juego de las inversiones basadas en echar las monedas a cara o cruz es una amplia simplificación de la realidad. Por ejemplo, no se tiene en cuenta el consumo – el dinero que se desvía del mercado para gastos de viajes, áticos, yates u otros. Ni se contempla el hecho de que haya gente que nace heredando una fortuna, lo que les confiere una gran ventaja en la vida. Pero resulta que ni el consumo ni las herencias cambian mucho las cosas: aunque el modelo se ajuste para contemplar dichos factores, Pareto sigue dominando. Otra posible objeción es que la distribución de la riqueza puede tardar mucho en converger a un estado de equilibrio, pero se ha demostrado numérica y experimentalmente que la convergencia a la distribución de la riqueza según Pareto, es realmente rápida.
Lo que sí podría suponer una diferencia es sin embargo el talento – las habilidades de Steve Jobs para subir en la pirámide, que permiten a algunos jugadores desafiar a las probabilidades y ser mejores que los demás. No hay lugar para el talento en la versión original del juego de la inversión puesto que se asume que la única fuente de desigualdad es la mera suerte. Esta es la clave de echar la moneda a cara o cruz. Y a decir verdad, el talento es algo intrínsecamente difícil de modelar: si supiéramos cómo desarrollar ideas geniales como el iPhone, todos lo haríamos.
Pero todavía es posible tener una idea básica del efecto que causa el talento si modificamos el juego de la inversión e incluimos dos tipos de jugadores. Los inversores normales son iguales que los del primer juego: echan la moneda a cara o cruz y si sale cara se produce un beneficio del 30 por ciento, y si sale cruz, se produce una pérdida del 10 por ciento.
Pero los inversores de talento son hábiles manejando el mercado: ganan algo más del 30 por ciento cuando la moneda sale cara y pierden algo menos del 10 por ciento cuando sale cruz. Después soltamos a los jugadores y les hacemos preguntas empíricas: ¿qué magnitud puede tener este “diferencial de talento” para continuar siendo consistente con la distribución de la riqueza según la ley de potencia que vemos en el mundo real?
El resultado es que no puede superar alrededor del 1 por ciento. Un mayor diferencial de talento daría lugar a una distribución de la riqueza incluso más radical que la que existe, sin seguir una ley de potencia.
Para ver cómo afecta esto a los roles comparados de suerte y talento entre los inversores, supongamos que Jill es una inversora supersofisticada capaz de obtener un beneficio anual del 1 por ciento más que la media (lo que se considera muy bueno en los mercados financieros). Incluso después de 20 años, Jill solo tendría un 56 por ciento de probabilidades de ser más rica que Jack, un inversor normal, lo que supone solo una ligera mejora con respecto a las probabilidades de 50-50 que tendría si ambos gozaran del mismo talento. Su ventaja anual del 1 por ciento de talento queda empañada por el aspecto aleatorio de la mera suerte.
Esta conclusión puede parecer en un principio contradictoria, pero evoca la conclusión a la que llegó el laureado premio Nobel Paul Samuelson en su artículo publicado en otoño de 1989 en el Journal of Portfolio Management, en el que exponía la comparativa de los roles que el talento y la suerte ejercen en el éxito de los gestores de fondos mutuos:
"Estos afortunados gestores que aparecen en cualquier momento para batir los extensos promedios de totalidades de beneficios, parecen en un principio haber tenido solo suerte. Estar en el cuadro de honor en 1974 no te da muchísimas garantías de estar en el de 1975".
Si en realidad este es el caso – si el talento afecta realmente mucho menos que la suerte a la cima de la pirámide de la riqueza – puede que los consejos de las empresas necesiten mantener esa idea en la cabeza a la hora de establecer los planes de compensación para los gestores de fondos o los directores ejecutivos: la “compensación por rendimiento” en realidad puede ser sobre todo una compensación por la suerte. De igual forma, en lo que respecta a los debates sobre la subida de impuestos a los ricos: el argumento que expresa que esto supone un castigo al talento no se sostiene. Más bien sería imponer sobre todo impuestos a la suerte – según las conocidas declaraciones del economista francés Thomas Piketty en su petición de un impuesto mundial sobre la riqueza.
Así que, en el próximo cóctel, cuando alguien presuma de su reciente y brillante inversión, le puede indicar como referencia el Rey Salomón:
"Me volví y vi debajo del sol, que ni es de los ligeros la carrera, ni la guerra de los fuertes, ni aun de los sabios el pan, ni de los prudentes las riquezas, ni de los elocuentes la gracia; sino que tiempo y ocasión acontece a todos". (Eclesiastés 9:11)