La historia de las fotografías de un volcán
Foto: Andy Shepard
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El fotógrafo profesional Andy Shepard cuenta apasionadamente cómo fotografió el volcán Fuego en Guatemala, en plena erupción. ¿Cómo se habrá sentido al ser testigo de la erupción?

Noviembre de 2014 marcó mi salida de casa. Para mí, dejar Seattle significaba explorar una nueva mentalidad aventurera. El catalizador para buscar nuevas experiencias emocionantes fue mi decisión de seguir fotografiando paisajes. Esas experiencias me iban a llevar desde las playas de México, pasando por las junglas de los trópicos hasta cimas volcánicas y a cualquier lugar en el que pudiera estar con mi cámara y mi mochila a rastras.

A principios de febrero de este año, recalé en las aguas de Río Dulce en Guatemala, después de haberme pasado semanas realizando fotografías mientras atravesaba los cayos beliceños. Poner pie en tierra firme fue un cambio físico y mental enorme después de haber estado fotografiando principalmente islas y agua. Estaba listo para fotografiar algo nuevo y emocionante.

Fue entonces cuando escuché algo sobre la erupción del volcán Fuego, justo a las afueras de Antigua, en Guatemala. Solo a 12 horas de viaje en autobús, sabía que tenía que conseguir una perspectiva más cercana.

Amanecer cerca del volcán Acatenango

Unas pocas semanas después, llegué a Antigua, en Guatemala, a los pies de los volcanes Agua, Acatenango y el poderoso Fuego. Pasaron tres días hasta encontrar las condiciones climatológicas perfectas y a un guía local antes de que un nuevo amigo y yo nos encontrásemos a un lado de la carretera una mañana de lunes listos para escalar un volcán.

El volcán Fuego se encuentra exactamente al lado del volcán Acatenango. La cima de Acatenango está a unos 4.000 metros de altura y desde ella se ve el cráter de Fuego tan solo a unos pocos kilómetros de distancia. Con los niveles de actividad de Fuego, la única manera no letal de ver sus erupciones es desde Acatenango. Así que ahí es a donde nos llevaría nuestra caminata de las próximas 24 horas, a la cima de Acatenango, con la esperanza de poder observar el volcán Fuego en todo su esplendor y fuerza.

A las 11 de la mañana, con cerca de 5 kilos extra de equipo de cámara en mi mochila, anduvimos lentamente hacia la cima de Acatenango, obligados a aceptar las cenizas y el barro volcánicos. Tras subir 3.600 metros en cuatro horas, mi amigo, nuestro guía y yo acampamos cerca de la cima de Acatenango con vistas al vecino Fuego.

Saqué mi equipo. Llevaba conmigo mi leal (y amada) y pegada con cinta adhesiva Nikon Df enganchada a mi Zeiss 2.8 de 21mm. Desplegué mi trípode Gitzo 1542T. Este era el equipo que utilizaría para captar imágenes de Fuego si se decidía, y cuando lo hiciera, a entrar en erupción. También llevaba conmigo una Nikon 35mm 1.4 y una vieja Nikkor 55mm 1.2 por si necesitaba algo más ajustado.

Esa tarde vimos dos erupciones. Sobre todo humo y cenizas, no había rastro de lava. Había demasiada claridad como para ver algo del resplandor caliente de la roca volcánica. Aunque era asombroso contemplarlo, estas imágenes no eran las que había venido a captar con mi cámara. Quería lava. Quería fuerza. Quería captar lo realmente fuerte que era este volcán.

A medida que fue anocheciendo, parecía que las erupciones habían terminado. A las 11:30 de la noche todos estábamos ya cansados y listos para dormir antes de que nos pusiéramos en marcha a las 4 de la mañana para llegar a la cima al amanecer. Hacía frío, viento y Fuego estaba calmado. Bajo la luna casi llena, coloqué mi trípode justo al lado de la caseta antes de que nos fuéramos a dormir.

Me parecía que solo habían pasado unos momentos cuando nos despertamos. Sobre la 1:30 de la madrugada salimos disparados de nuestras casetas por el estruendo de la tierra y el sonido de una explosión que cortaba la respiración. Salí en desbandada hacia la cámara justo a tiempo para captar a un Fuego iluminado por la luna y cubierto de lava. Aún viéndose lo bonito que se ve en las fotografías que realicé, fue infinitamente más precioso y gratificante en persona.

Tomé todas las fotografías que pude en cada una de las tres erupciones que contemplamos esa noche. La luna llena fue esencial para poder captar los detalles extra de las cenizas y para que diera justo la suficiente luz extra para iluminar alguno de los detalles de sombra profunda. Hice todas las fotografías de la erupción nocturna con la Nikon Df a ISO 1600, 21mm f/2.8 en 15 segundos. Parecía que ese era el punto ideal para captar todas las estrellas en el cielo y la luz de las ciudades a lo lejos debajo.

Supe esa noche que había fotografiado algo mágico. A pesar de que fue bonito ver el volcán al amanecer cuando alcanzamos la cima, tuve la seguridad de que había encontrado justo lo que había ido a buscar gracias a las erupciones llenas de lava de Fuego de esa noche.

Fuente: 500px

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