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Urbes de todo el planeta están viviendo episodios muy graves de contaminación que generan cientos de miles de muertes al año.

En Pekín llevan unos días ahogados en su propia miseria, con niveles de concentración de partículas PM 2,5 veinticinco veces superiores a las recomendadas por la OMS. Han estado en alerta naranja y en alerta roja, han restringido los movimientos de los coches y el trabajo de las fábricas han cerrado el aeropuerto. Lo mismo que en otras nueve ciudades chinas. No es la primera vez, no será la última. En Teherán, Irán, están igual. Como casi todos los inviernos, los coches no pueden entrar en el centro, las fábricas cierran casi todo el día, la gente tose a pesar de llevar la mascarilla puesta.

La cosa no pasa solo en estos lugares pintorescos, aquí también huele mal. En Roma, Milán, Turín y Nápoles, por ejemplo. En Oviedo, en Barcelona. En Madrid, claro. Noticias recientes citan a la Agencia Europea del Medio Ambiente y dicen que 430.000 personas mueren al año por respirar aire contaminado en ciudades europeas.

La buena nueva es que hay datos que dicen que hemos llegado al tope del uso del coche y ya estamos de bajada, al menos en el mundo desarrollado. No es una novedad hablar del punto de inflexión cochista ni de sus posibles causas. Las encuestas juran que a los jóvenes les da cada vez más igual tener carro, que cada vez más la gente quiere volver a disfrutar de los beneficios de vivir en ciudades densas y asequibles caminando o en transporte público, que la tecnología también está cambiando las formas de moverse y que, claro, la crisis ha hecho que consumamos menos movilidad privada.

Cuesta creer que vaya a ser fácil. Por un lado, los países en desarrollo están todavía de subidón en cuanto a compra y uso de coches. En Asia, en América Latina, en África, incluso, tener un coche es accesible cada vez a más gente y usarlo es un símbolo de estatus al que pocos se niegan a renunciar. Pero en Europa tampoco las cosas están cambiando tan rápido. En Alemania siguen creciendo los kilómetros viajados por vehículo, a pesar de todo. Y aquí no crecen porque no hay dinero, pero no porque no se haga todo lo posible.

La industria automovilística es estratégica. El último plan PIVE 8, que subvenciona la compra de coches, nos ha costado 225 millones de euros que pone el Estado, el que más hasta ahora. Hay tres empresas automovilísticas entre las que más dinero reciben de nuestras arcas comunes. Y ya hemos visto con el caso Volkswagen el jabón que da el Ministerio de Industria a los fabricantes.

Lo mismo pasa con las infraestructuras. La obra, pública o privada, es la razón pura de la economía española. Por ejemplo, si se hacen unas radiales en Madrid, mal planificadas y, demostrado queda, innecesarias, y fracasan, no pasa nada porque hay dinero para rescatarlas. O si se planifica una actuación tan importante como Madrid Río, en lo primero que se piensa es en que los coches puedan seguir circulando igual o mejor, no importa que el coste acabe siendo más de 6.000 millones de euros.

El uso compulsivo del coche no se va a morir en la cama, como Franco. En esto nos tenemos que esforzar un poquito más, ponernos serios. Este fin de semana pasado había varios artículos en medios de comunicación generalmente sordos a este tema sobre la lógica del fin de los coches dentro de las ciudades. Muy bien pero no vale. A Manuela Carmena y su equipo le han caído titulares recientes bien bobos que, por ejemplo, relacionaban una presunta caída de ventas prenavideña con eso de prohibir aparcar a los no residentes.

Hay algunas ciudades que están empezando a tomar decisiones pero no son suficientes. Ni las ciudades ni las medidas ni los tiempos para llevarlas a cabo. Además, es muy difícil abrir este melón sin abrir una sandía más grande y más llena de pepitas: el necesario cambio de modelo productivo y el urgente fin de los tejemanejes entre gobiernos e industria. Mientras no nos pongamos a ello, seguiremos suicidándonos por el viejo método de aspirar el aire de los tubos de escape.

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